Estambul, bajo la nieve
EN MI NIÑEZ, un exceso de nieve en pleno invierno era un motivo de alegría. Sobre todo porque era una forma de escapar de la aburrida, dura y represiva vida escolar. Era una forma de escapar de los deberes, las responsabilidades y las tristes crueldades de la vida de estudiante, una excusa para evitar el trabajo que no quería hacer y la vida que no quería vivir. Tal vez por eso sentí tanta nostalgia hace unos días, cuando nevó tanto en Estambul. La nieve nos permitió olvidar los horrores de los atentados, los interminables problemas políticos, la represión, las restricciones a nuestra democracia y la libertad de expresión. La nieve fue un bello pero breve consuelo visual.
En los últimos 10 años, cada vez que ha nevado, he salido a las calles de Estambul con la cámara en la mano. El primer efecto que tiene en mí la nieve es ese silencio medieval que produce. Me gusta su silencio tanto como al personaje Ka en mi novela Nieve. Cuando nieva tanto, desaparecen los terribles ruidos de fondo del tráfico y la ciudad. Se oyen los pasos de los vecinos. Las sirenas de los barcos suenan de forma distinta, igual que los trinos de los pájaros y el viento. Empiezas a ver otras cualidades de los objetos, la poesía en las calles, el valor de la vida humana, y te haces preguntas poéticas. ¿Es necesaria toda esta crueldad? ¿Necesitamos vivir en grandes ciudades con este espantoso tráfico? ¿Necesitamos la nieve para ver y disfrutar las cualidades esenciales de los objetos y las personas en nuestras vidas?
“cuando nieva tanto, desaparecen los terribles ruidos de fondo del tráfico y la ciudad. Las sirenas de los barcos resuenan de forma distinta”.
La nieve teatraliza las cualidades esenciales del paisaje de Estambul. Cubre la suciedad, el cemento, las partes más feas, las cosas que confunden la mirada. Y hace que todo sea nuevo, poético, diferente y pintoresco. Convierte la ciudad en un espacio mágico que ayuda a olvidar los horrores del cruel presente. En cierto modo, la nieve nos permite suspender la realidad. Y en esta ocasión, la mayoría de nosotros disfrutamos con la nieve como niños que sabían que no iban a ir al colegio. Ese instante de oír en la radio que al día siguiente las escuelas no van a abrir: ¡qué alegría!
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