Diez libros que son obras maestras, pero pocos han logrado terminar
Nos dicen que hay que leerlas porque son los mejores. Y nosotros, valientes, lo intentamos. Algunos incluso llegamos a la página 30
Ciento treinta millones. Es más o menos el número de obras literarias publicadas a lo largo de nuestra historia. Un dato descorazonador para quien tuviera entre sus planes leérselo todo en vida: harían falta 250 años. Y eso, siempre que uno tuviera la capacidad sobrehumana de devorar cada libro en un minuto.
Tal vez por eso a algunos escritores consultados para este artículo no le duelen prendas en reconocer que acumulan un montón de ejemplares dejados a medias en sus estanterías. Incluso lo recomiendan: "La vida es corta y hay demasiadas cosas interesantes que leer", opina Andrés Barba, uno de los jóvenes escritores más importantes en habla hispana, según la prestigiosa revista británica Granta. Barba reconoce que la única vez que ha logrado acabarse Moby Dick fue cuando le encargaron traducir su última edición en castellano. El filósofo Henry David Thoreau ya lo había dicho un par de siglos antes: "Lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos".
"Bolaño tiene una escritura espectacular, pero en esa parte describe uno tras otro asesinatos de mujeres, durante páginas y páginas. Es como llegar a un terreno enfangado de horrores, que me impide seguir con lo que viene después" Josefina Lascaray, filóloga
Visto el panorama, conviene no perder el tiempo con lecturas infructuosas. Manuel Astur, poeta, ensayista y cofundador del movimiento artístico Nuevo Drama, aconseja huir de lo farragoso: "Creo que un buen libro es el que logra contar algo complejo con un lenguaje sencillo y ahorrador", y cita: "La broma infinita, de Foster Wallace, es un claro ejemplo de postureo: pocos han conseguido terminarse sus más de mil páginas. Y quienes lo han hecho, jamás reconocerán que no les ha gustado y han perdido el tiempo".
Un libro no debe afrontarse, añade Barba, como un reto. El lector se coloca en una posición deudora con el autor, y es incapaz de dejarle con la palabra en la boca. Y olvidamos que, en ocasiones, es precisamente el escritor quien nos la está dando con queso. El propio Charles Bukowski reconocía sobre sus libros: “Trabajo bien durante botella y media de vino. Después, soy como cualquier viejo borracho de bar: repetitivo y pesado”. Curiosamente, cuando le diagnosticaron leucemia, se dio cuenta de que era capaz de escribir genialmente sin alcohol ni tabaco. Solo tuvo un año para comprobarlo, antes de morir en 1994. Pero eso ya es otra historia.
Hay una cantidad ingente de obras malditas que muchos no tienen las tragaderas para leer hasta el final, ni el arrojo de reconocerlo. Ya dimos 10 ejemplos, y ahora vamos con un segundo listado. Antes de afrontarlo, un consejo kafkiano para optimizar el tiempo y no desazonarse ante los millones de ejemplares que jamás llegaremos a hojear y, mucho menos, culminar: "No se deberían leer más que los libros que nos pican y nos muerden. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, ¿para qué seguir?". Lo dijo un autor, Kafka, prolífico en obras que muchos han dejado a medias.
1. 'Ada o el ardor', de Vladímir Nabókov
El típico caso de una obra de arte aplaudida por la crítica e incomprendida por el público. El genial autor de San Petersburgo escribía tan bien que facturó su novela más célebre, Lolita, en inglés, y ni siquiera era su lengua vernácula (aunque la dominara desde pequeño, por el empeño de su aristocrática familia y sus maestros de escuela). El germen de Ada o el ardor se le ocurrió tras volverse mundialmente famoso con la historia del profesor viudo obsesionado con una adolescente: justo después de Lolita, se propuso crear su obra maestra (aún no era consciente de que ya lo había hecho), y Ada o el ardor (1969) nació de dos proyectos distintos, dos crónicas vitales que acabaron trenzándose de tal manera que decidió que merecían convertirse en una sola novela.
Tal vez por eso le llevó escribirlo más de nueve años. Nabókov siempre declaró que deseaba ser recordado por esta obra, aunque su enrevesamiento narrativo, plagado de acrobacias semánticas, alusiones y dobles sentidos imperceptibles para un lector de inteligencia media, no encontró el acomodo universal que esperaba. El poeta Manuel Astur vive una contradicción con este libro: "Nabókov es uno de mis maestros, mi gran inspiración para mis libros. Pero esta es una novela que se me resiste, por más que lo intento".
2. 'Rayuela', de Julio Cortázar
El escritor argentino definió su obra maestra Rayuela (1963) como "contranovela". A través de la historia de su protagonista, Horacio Oliveira, traza, a lo largo de 156 capítulos, una vida completa, pero con estructuras que huyen de convencionalismos para adentrarse en lo surrealista. Y no solo en lo que cuenta, sino especialmente en cómo lo hace. Invita al lector a compartir su caos y le da varias opciones para leer la novela: está la "normal", de principio a fin. También la "tradicional", solo hasta el capítulo 56 y prescindiendo del resto. También la "anárquica", esto es: el orden que se le antoje al lector.
Y, por último, el que propone Cortázar a modo de juego, con una secuencia establecida en el "tablero de dirección" mostrado en la primera página, como una suerte de Excel primigenio. Es una cuadrícula en la que el lector comienza en el capítulo 73, y de ahí va rebotando de uno a otro sin orden aparente, hasta finalizar en el 131. Muchos son quienes aseguran no haber pasado de la página tal o de la página cual. Pero a esa confesión debe seguir la inevitable pregunta: ¿en qué orden te lo leíste? Y es que Rayuela es el único libro que, si se deja por la mitad, puede significar que prácticamente te lo has acabado.
3. 'En busca del tiempo perdido', de Marcel Proust
La filóloga Josefina Lascaray da un consejo a los intrépidos que se aventuren a terminarse los siete tomos que escribió Proust a lo largo de 14 años: "Llegar hasta la página 80 del primero, y superar la famosa escena en la que Proust rememora su infancia mientras moja una magdalena en té". El escritor parisino levantó esta obra de más de 3.000 páginas entre 1908 y 1922, justo el año que falleció, posiblemente exhausto por semejante odisea.
Muchos recomiendan leer antes la biografía de Proust, porque En busca del tiempo perdido se compone, en definitiva, de reflexiones sobre su vida hechas en vida. Pero volvamos a la página 80: "Es una novela muy complicada por la sintaxis tan propia y compleja de Proust, la ausencia de puntos en pasajes larguísimos en los que va hilando ideas dispares y es fácil perderse. Pero cuando pasas el episodio de la magdalena, el cerebro se acostumbra a su forma de escribir, y ya está preparado para el resto que, si le coges el punto, lo devoras", dice Lascaray. El suyo no es un caso normal. Pocos pueden decir que se han zampado los siete tomos ("es una mis espinas clavadas", reconoce Manuel Astur), y mucho menos dos veces, como la filóloga: "La primera por placer, recién empezada la universidad; la segunda, porque fue mi proyecto de fin de carrera. Y descubrí muchos detalles nuevos. Lo recomiendo". Quien esté dispuesto a secundarla, que se coja un par de meses de excedencia. O mejor un año.
4. '2666', de Roberto Bolaño
Muchos de los consultados achacan, a la dificultad para acabarse esta novela, su longitud. No en vano, el genialmente oscuro autor chileno la planteó como cinco libros independientes que se publicarían tras su muerte en 2003, como legado económico para su descendencia. Sus hijos, en cambio, dejaron de lado la intención crematística y prefirieron convertirlos en una única gran novela. El resultado son más de mil páginas con la pluma ágil y turbia de Bolaño recorriendo lo acontecido en la ciudad imaginaria de Santa Teresa, espejo de la violenta Ciudad Juárez de México.
Hay otro factor, sin embargo, que hace que uno encalle más o menos a la mitad del libro. Nos lo cuenta la filóloga Josefina Lascaray, una voz autorizada por la devoción que siente por el autor: "Me dio bajón. Bolaño tiene una escritura espectacular, pero en esa parte describe uno tras otro asesinatos de mujeres, durante páginas y páginas que pasan de lo tedioso a lo angustiante sin interrupción. Es como llegar a un terreno enfangado de horrores, que me impide seguir con lo que viene después".
5. 'Corrección', de Thomas Bernhard
Aparte de su trama indescifrable, el desprecio absoluto del autor austriaco por los puntos y seguido (por no hablar ya de los puntos y aparte) y su obsesión con las frases subordinadas hasta el infinito, llevan al lector a la claudicación ya desde la tercera página de Corrección (1975).
Los hay que defienden a ultranza su estilo laberíntico, como Andrés Barba: "Hay que interpretar sus textos como obras sinfónicas, con sus ritmos y sus cadencias. Dejarse llevar como lo haces con una melodía". También el joven escritor y crítico literario Jesús Artacho, que sobre Corrección, afirma: "Lo sé, lo tiene todo para no gustar: un argumento poco atractivo y una sintaxis asfixiante en sus más de 300 páginas. Pero hay que leerlo, y después odiarlo o admirarlo sin reservas, pero hay que leerlo".
6. 'Los cantos', de Ezra Pound
Es un poema largo, larguísimo, más aún por el tiempo que llevó escribirlo que por su extensión. Casi medio siglo, desde 1915 a 1962, se tomó el poeta estadounidense Ezra Pound para culminar sus 116 cantos. Están considerados por la crítica una de las obras más significativas de la poesía modernista del siglo XX, y al mismo tiempo una de las más complejas. Por sus casi mil páginas circulan multitud de ideas atropelladas que saltan de una a otra abruptamente, en las que afloran su admiración hacia Confucio, su antisemitismo, su afinidad con el régimen de Mussolini, referencias geográficas que recorren Europa, Asia, Estados Unidos y África, volteretas temporales y varios idiomas, incluidos caracteres chinos.
El poeta y traductor cubano José Kozer da unas pautas para no cejar: "Leerlo en inglés. El inglés de los poemas de Ezra Pound es fácil de leer. Lo difícil en sus poemas es el griego, latín, chino, japonés, italiano del Renacimiento, imitaciones del habla popular inglesa o de la pronunciación del inglés en boca, por ejemplo, de un hablante alemán. Menos difícil de leer es su francés, italiano y alemán modernos, o su deficiente español, tan defectuoso como el de Hemingway". Y reconoce: "Leer a Pound es adentrarse en una interminable retacería muchas veces inabordable. Una poesía que nos entraña en la dificultad a veces ígnea, a veces tediosa del mundo que heredamos y al que damos en gran medida la espalda por desidia".
7. 'Flash boys', de Michael Lewis
Si hay algún índice mínimamente científico que pueda medir qué libros se dejan a medias, es el Hawking Index del Wall Street Journal. Se basa en los datos ofrecidos por Kindle, la plataforma digital, concretamente de su función Highlights: el usuario puede resaltar un párrafo, que luego recogerá Amazon en un listado de los pasajes más exitosos. En función de en qué página se encuentre el promedio de textos destacados, se desprende un porcentaje de lectores que se acabaron cada libro. Este índice de concreción discutible (se deja fuera a los lectores de las ediciones en papel y a los de Kindle que, sencillamente, no usen la susodicha función) tuvo, sin embargo, bastante repercusión cuando se publicó en 2014.
Allí figuraba Flash Boys (2014), que cuenta cómo se amañan los sistemas informáticos de las bolsas para que, al final, siempre gane la banca. Un libro interesante del que solo se leyó, de media, un 24,7% de su contenido. Y es que a pesar de desvelar escandalosos hallazgos, muchos critican su excesivo tecnicismo a la hora de contarlos. Michael Lewis, broker, escritor y periodista financiero, parece exigir tácitamente un máster en macroeconomía para entenderle.
8. 'La casa de hojas', de Mark Z. Danielewski
Cuando uno pregunta por el género de La casa de hojas (2000), las respuestas de quienes han pasado por sus páginas son dispares: muchos la consideran una novela de terror, otros romántica, algunos creen que hay mensajes existenciales soterrados y los hay quienes, sencillamente, opinan que es un tostón ilegible. La crítica sí ha coincidido en calificarlo de literatura ergódica, neologismo que parte de dos palabras griegas: ἔργον (trabajo) y ὁδός (recorrido), y que define, según el estudioso Espen J. Aarsethse, a las obras que requieren un esfuerzo relevante por parte del lector para atravesar el texto.
El lector no se limitará a leer: para llegar a su última página habrá cambiado el libro de posición unas cuantas veces, leído caracteres inversos a través de un espejo, descifrado código morse, interpretado partituras y hasta alfabeto braille. "Cuando cayó este libro en mis manos, pensé que iba a ser un desastre comercial", cuenta un editor que prefiere no dar su nombre. "Al final se vendió muy bien, pero dudo que muchos lo hayan terminado", añade.
9. 'Cristo versus Arizona', de Camilo José Cela
El Premio Nobel Camilo José Cela fue otro de los alérgicos a los puntos, al menos en este western experimental salmodiado en primera persona: solo tiene uno, el punto final. Se introduce en el salvaje Oeste para tocar, de soslayo, el famoso duelo que enfrentó a los Earp con los Clanton y los Frank, en octubre de 1881, en el O. K. Corral. Todo es una excusa para concatenar pequeños relatos sin rumbo definido.
Los pocos que logran llegar a la página 238 donde espera el añorado punto, eso sí, se ganan una radiografía certera de una sociedad que estuvo marcada por la violencia y el sexo, descrita con esa pátina de humor y desprejuicio que, irrebatiblemente, es Cela en estado puro.
10. 'Finnegans wake', de James Joyce
De James Joyce podíamos haber elegido Ulises, pero nos pareció demasiado obvio. Cuando el lector se queje del esfuerzo que exige leer Finnegans wake (1939), que tenga en mente lo que le costó al autor levantar esta novela, que le llevó casi dos décadas escribir. Lo desconcertante es que la empezó poco después de terminar su monumental Ulises (1922), obra que, en sus propias palabras, lo había dejado "exhausto". Está claro que el escritor irlandés sacó fuerzas de algún lado, porque Finnegans wake tiene 628 páginas, para las cuales tuvo que descartar casi 15.000.
Tiró de un leguaje inventado, a base de mezclar unidades léxicas inglesas con neologismos, y lo trufó de calambures que vuelven su compresión realmente difícil. La estructura ayuda poco: no es lineal sino, como él la calificó, "esférica", donde todo lo que se cuenta sobre la familia Earwicker y su entorno es al mismo tiempo principio y fin del relato. Los pocos que han logrado culminarla (y entenderla), como el escritor Anthony Burgess, afirman que se han "partido de risa en cada página". Felicidades, señor Burgess.
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