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Columna
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Queridos profes

DON URBANO Mérida y don Néstor Ávila hicieron mucho por mí y probablemente no lo saben todavía, no del todo, porque a pesar de que los mencioné por aquí y por allá y de que mi primer texto de ficción publicado en un periódico estaba dedicado a usted, don Néstor, fui parco cuando estuve con ustedes. De hecho, profesor Mérida, la última vez que lo vi fue hace tiempo, cerca del estadio Félix Capriles en Cochabamba, usted caminaba por la acera perdido en lo suyo y dudé de si acercarme a saludarlo y al final no lo hice.

A los 10 años, en quinto básico del colegio Don Bosco, cerca de la plazuela de Quintanilla, usted fue mi profesor, don Urbano, puede que no se acuerde, cuántos chicos habrán pasado por sus aulas. Usted era pequeño y flaco y calvo y llegaba al colegio en bicicleta. Se me han olvidado todas las clases que nos daba, lo cual, supongo, es normal, excepto el hecho de que instituyó un tiempo dedicado a la lectura la última hora de los viernes. En un armario a un costado de la puerta de entrada tenía guardada una pila de libros, en esa hora éramos libres de escoger el que queríamos, volver a nuestro pupitre, y leer, simplemente leer.

Algunos compañeros se aburrían, otros lo veían como un deber más; para mí, en cambio, ese era el momento de la semana que esperaba con ansias: una hora dedicada exclusivamente a la lectura libre, desconectada de tareas. Entre esos libros descubrí los de Emilio Salgari y los leí uno tras otro, me gustaban sobre todo los del pirata Morgan, el primer personaje de ficción que me fascinó de verdad. Mis padres me recuerdan leyendo desde que era muy niño, profesor Mérida, pero eran sobre todo revistas y periódicos; con usted me enganché con las novelas, con los mundos construidos a base de imaginación y lenguaje, un entusiasmo que no ha decaído hasta ahora y que me conectó con la escritura y el deseo de construir también mis propios mundos.

Cuatro años después comencé el ciclo de medio y me tocó usted como profesor de literatura, don Néstor (ya fumábamos en esa plazuela y nos agarrábamos a golpes, visitábamos chicherías cerca del puente a doscientos metros, íbamos a las primeras fiestas y las chicas nos asustaban). Era alto y de gafas negras, lo llamábamos la Pantera Rosa por su andar lánguido y displicente por el aula. Una vez nos asignó una versión abreviada del Quijote y yo no hice la lectura y tuve la mala suerte de que me llamara al frente. Confesé que no lo había leído y mentí cuando me preguntó el porqué: estaba leyendo la versión completa del Quijote. Me dio una semana para terminarlo; llegué a tiempo después de días y noches obsesivas de lectura.

Cuatro años después comencé el ciclo de medio y me tocó usted como profesor de literatura, don Néstor.

En los cuatro años que mediaron entre el profesor Mérida y usted, profesor Ávila, mi dieta había sido de novelas policiales casi en exclusiva, desde Agatha Christie a Ellery Queen, que mi padre, gran lector, tenía en su biblioteca (también leí algún libro sobre la revolución boliviana que encontré en casa, y los de la “madame alegre” Xaviera Hollander, que escondía bajo mi colchón). Usted me vio deslumbrado por La metamorfosis y Ficciones en clases y sospechó que quizás lo que necesitaba era orientación en mis lecturas, de modo que comenzó a prestarme ejemplares de su biblioteca personal para que los leyera por mi cuenta. Recuerdo una edición plastificada de La casa verde y mucho García Márquez; su interés principal era el boom, y si bien nos daba los libros cortos en clases –Crónica de una muerte anunciada, Los jefes, Aura–, a mí me llegaban, a manera de mensaje secreto, como un contrabando que me hacía sentir privilegiado, esos novelones en los que me perdía los fines de semana.

Nunca volveré a leer de esa manera tan concentrada – estos días me dejo interrumpir con facilidad por Internet–; mi idea de lo que puede dar un libro a quien se entregue a él es anacrónica, está atada a una intensidad que hoy solo me ocurre a cuentagotas, una hora por aquí, una hora por allá, está atada a ustedes, don Urbano y don Néstor.

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