Carrie
Fui pocas veces al cine con mi madre, era una gran ‘arruinadora’ de películas. Prefería ir con mi padre


En 2016 murieron casi todos. Fidel, Prince, Umberto Eco, Bowie, Leonard Cohen. Cuando murió George Michael me dije “Ya paró”. Y entonces murió Carrie Fisher, la princesa Leia de La guerra de las galaxias. Vi La guerra de las galaxias con mi madre, que me arruinó la película entera exclamando en voz alta “¡Qué bicho inmundo!” ante la visión de criaturas como Chewbacca.
Me arruinó también ET, lanzando las mismas exclamaciones, sobre todo cuando ET, medio enfermo, quedaba cubierto por una baba grasosa y placentaria. En ese momento amenazó con irse. Hubiera sido fantástico pero se negó a hacerlo sin mí, de modo que se quedó hasta el final diciendo “Qué asco” y mirando el reloj. Así, ET y La guerra de las galaxias siempre serán, para mí, una serie de fotogramas inconexos. Eso sucede cuando la emoción se aborta en su cogollo: se rigidiza, se deforma.
Fui pocas veces al cine con mi madre, no sólo porque era una gran arruinadora de películas sino porque le gustaban cosas como Karate kid, que me parecían estúpidas, así que yo iba con mi padre a ver wésterns o filmes de la Hammer, en perfecto silencio, traccionados por la mirada loca de Peter Cushing o la dureza del gran Clint. Cuando empecé a seguir a directores rusos en cineclubes de butacas duras, mi padre fue discreto para retirarse y dejarme seguir sola.
Después de la primera hora de una película que duraba tres y en la que aún no había pasado nada, él susurraba: “Está buenísima, pero me duele la espalda. Te espero afuera”. Yo me quedaba, feliz y, cuando salía, él siempre estaba esperándome. De regreso a casa, yo le hablaba de la cámara fija, de los silencios infinitos, y él me decía “No sé cómo aguantás”. Pero en el siguiente cineclub, en la siguiente película rusa, ahí estaba él. Conmigo. Y todo volvía a repetirse. No tengo recuerdos de Carrie Fisher. Sólo recuerdo a mi padre creyendo en mí.
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