La otra
Me quedé mirando el cielo, con el fervor de los ateos, dando gracias por Ute Lemper
Me di cuenta de que Diego, el hombre con el que vivo desde hace 21 años, estaba enamorado de esa mujer cuando me dijo esta frase, tan rara: “Qué mujer deliciosa. ¿Viste qué costillas?”. Me pareció lógico: yo también estaba enamorada de Ute Lemper, la alemana que durante dos horas había cantado en la sala sinfónica del Centro Cultural Kirchner, en Buenos Aires, un sábado de diciembre de este año. Y estaba enamorada desde el taco lesivo de sus zapatos hasta sus pómulos de arroz. Enamorada de los músculos largos de sus brazos cremosos, de sus clavículas de mármol, de sus costillas altivas como el techo de una catedral gótica. Usaba un vestido negro soldado al cuerpo que hacía que la piel blanca relumbrara como una gasa iluminada desde adentro. Por un gran tajo asomaba, cada tanto, la hecatombe de sus piernas. Parecía una lágrima pulida. Era una mujer untuosa que podía moverse con la fragilidad de una garza o la brutalidad de un buey; ser una muchacha inocente o una dama de burdel que lo había visto todo. El Niágara de su voz era un órgano más del cuerpo, como si dijéramos el corazón o el cerebro, una voz lúcida, bárbara, imposible. Esa noche cantó, con la vulgaridad de un corsario borracho, la jovialidad de una adolescente enamorada y la delicadeza de la nieve, canciones de Piazzolla, Kurt Weill, Bertolt Brecht, Edith Piaf, Jacques Brel, rufiana y alcohólica en Surabaya Johnny, acunada y tristísima en Lili Marlene, frenéticamente viril en In the Port of Amsterdam, atormentada en Ne me quitte pas. Más tarde, Diego y yo fuimos a una fiesta en una azotea. En un momento, mientras todos hablaban y reían, me quedé mirando el cielo. Diego se acercó y me dijo “¿Qué mirás?”. Le dije “Las estrellas”, pero mentí. Estaba, con el fervor de los ateos, dando gracias por Ute Lemper. Después me emborraché a conciencia por haberla perdido.
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