DFW
HAY ESCRITORES que importan más por lo que vislumbran o prefiguran que por lo que escriben. También hay escritores que, casi siempre a causa de una muerte trágica y prematura, se erigen en iconos de un tiempo, en sujetos de una leyenda y objetos de un culto acrítico que a menudo provoca en el lector resabiado la sospecha natural de que, como escritores, son puros bluff. Ambas descripciones se ajustan con exactitud al destino de David Foster Wallace; salvo que DFW fue cualquier cosa menos un bluff.
La editorial Random House vuelve a publicar La broma infinita, la novela emblemática de DFW, y la más extensa: 1.200 páginas. La leí hace 20 años, cuando se publicó por vez primera, pero en todo este tiempo he pensado que la leí mal, porque los comentarios que de ella me llegaban no respondían a mi recuerdo; ahora que he vuelto a leerla he comprendido que eran los comentaristas los que apenas habían leído la novela. Suele ocurrir con libros tan exigentes: si uno se concede el privilegio de leer los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido hasta llegar al último, que quizá es el mejor, puede terminar con la sospecha razonable de que la mayor parte de los que hablan de esa novela única lo hacen casi sin haberla leído. El tema de La broma infinita es la adicción; es decir: nuestro anhelo infinito de esclavitud. DFW sentía que esa tara definía la Norteamérica actual, una sociedad tiranizada por la frivolidad de los medios y la industria del entretenimiento, y rendida al imperativo de la satisfacción inmediata; puede ser, pero es más probable que el pánico a la libertad sea una flaqueza inherente al ser humano.
Borges le reprochó al Ulises su proceder acumulativo: su incapacidad para seleccionar lo relevante y descartar lo superfluo.
Me pregunto si alguien lo ha dicho mejor que Dostoievski, un escritor al que DFW admiraba por encima de todos: “No hay para el hombre preocupación más constante que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse”. En La broma infinita, el símbolo de esta sed de servidumbre es una película, titulada La broma infinita, que anula la voluntad de sus espectadores, quienes en cuanto la ven ya sólo quieren dedicar su vida a verla: esa película ausente, de cuyo contenido casi no sabemos nada, es el punto ciego de la novela, la oscuridad central que la ilumina por entero y la dota de todo su sentido. Borges le reprochó al Ulises su proceder acumulativo: su incapacidad para seleccionar lo relevante y descartar lo superfluo; dirigida a la obra de Joyce, la objeción me parece injusta, pero no dirigida a la de DFW. Ésta contiene fragmentos deslumbrantes, pero es víctima de uno de los peores peligros que acechan a un escritor –la facilidad– y de una de las más dañinas supersticiones americanas –la de la Gran Novela: la de la Novela Grande–; así que es difícil no darle la razón a Michiko Kakutani, quien comparó La broma infinita con las esculturas inacabadas de Miguel Ángel: la obra de un genio, aunque no sea una obra genial. En realidad, el genio de DFW resulta más visible en sus crónicas y ensayos. Es ahí donde DFW, que fue un escritor encarnizadamente posmoderno, libra un combate titánico y desesperado contra la ironía cínica, sarcástica y nihilista del posmodernismo, lo que le condujo a abogar por una especie de literatura pedagógica. Nunca la practicó, por fortuna –era demasiado buen escritor para hacerlo–, pero esa lucha agónica le convirtió en heraldo de una literatura nueva, que nunca llegó a ver.
DFW nació en 1962 en Nueva York, pero gran parte de su vida transcurrió en Urbana, Illinois, donde residían sus padres. Allí viví yo dos años a fines de los ochenta, mientras DFW peleaba contra una depresión protegido por el “Fondo Mr. y Mrs. Wallace para Niños Desnortados”, como lo llamaba el escritor. Por eso he pensado a veces que no es imposible que alguna noche de entonces, en alguna casa de aquella pequeña ciudad universitaria donde todos los veinteañeros nos conocíamos y todos asistíamos a todas las fiestas y todos hablábamos con todos, me cruzase con DFW y conversásemos con una cerveza en la mano. Quién sabe. Era tal vez el escritor más talentoso de mi generación, y el 12 de septiembre de 2008 se ahorcó en el patio de su casa de Claremont, California.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.