La frontera, tanta intemperie y tanto deseo
'A todos nos gusta la orilla del mar', de Keina Espiñeira, quedó finalmente fuera de la última selección para los Goya. Es una visión sobre los límites territoriales que, contados por una mujer, tienen otros poros por los que destellan las emociones
Hay tanto margen dado por hecho, tanta gente dada por hecho, que el primer pellizco de emoción frente al cortometraje A todos nos gusta la orilla del mar es cuando un emigrante africano con paisaje mediterráneo al fondo y balancéandose sobre un bote, le pregunta a la autora: “¿El guion ya lo tienes escrito? Eso quiero saber yo, si la película ya está escrita o no”.
Ella, la autora, es Keina Espiñeira, una investigadora gallega en geografía política de fronteras, en epistemología de las fronteras y en identidades de frontera, que pasa buena parte de su tiempo entre Ceuta y Tetuán (en el norte de África), cerca de los migrantes que intentan cruzar el Estrecho.
Su cortometraje, que también está en los lindes entre el documental y la poesía, recibió la nominación a mejor cortometraje europeo de 2016 en la última edición del Festival de Cine de Rotterdam, donde se estrenó, y fue preseleccionado para las nominaciones a los Premios Goya 2017. (Aquí, la lista completa de los galardonados del IFFR).
En el corto no se ve el límite, no hay bordes filosos porque, en cambio, se intuye ese espacio femenino que es la frontera. Pero, ¿cómo es la frontera contada por una mujer?
“No queremos que habléis de lo que hacen los gobiernos de España o de Marruecos”, es la indicación artística inicial. Se trata de hablar de algo más propio y profundo que las miserias políticas de la Unión Europea que se atrinchera, la burocracia incomprensible que expulsa o la violencia cotidiana de la policía que empuja. Se trata de hacernos entrar a ese entre-paréntesis suyo, a ese tiempo y espacio suspendidos donde el mar deja de ser aquel paisaje bonito que se recuerda, donde la arena ya no es blanca (y si lo es, ni siquiera podemos reconocerla). Y vaya si nos atrapa entre el monte y el mar. Y, sin embargo, las imágenes son de una misteriosa belleza, una suerte de meditación que nos aleja de esas angustias atascadas.
Nada fluye en la penúltima espera
“Cruzando política y arte, a través del vídeo y el cine documental, estudio obras que sugieren nuevas rutas expresivas en la conceptualización de la frontera, estudio su potencial crítico y performativo frente a las narrativas e imaginarios fronterizos hegemónicos. Me distancio ahora un poco de la cuestión migratoria y de la función de la frontera como límite, control, selección, para adentrarme en el terreno de lo identitario y emocional. En el norte de Marruecos exploro los imaginarios que se proyectan sobre la frontera desde el arte, y encuentro cosas realmente sugerentes, la frontera como deseo, como traducción, como espejo”, explicaba, hace un tiempo, a propósito de los proyectos que iniciaba con la base del Departamento de Geografia de la Universitat Autònoma (Euroborderregions y Euborderscapes).
Por eso, en planos muy cuidados estéticamente, aparecen hombres jóvenes que cuentan la locura que les contagia el desierto o el desamparo, o hablan del diablo (o el coco) de su infancia, que aparece en bosques malditos con los que alguna vez nos han amenazado los adultos. De nuevo las fronteras entre lo real y lo imaginario y la imposición del miedo a cruzar espacios, como el que saben que padecerán todos los aventureros que emprenden la travesía desde el sur del Sahel.
¿Están escritos los guiones de vida de estas personas que parten rumbo a Europa desde miles de kilómetros al sur de las cuchillas de Ceuta y Melilla?
El destino puede estar marcado blanco sobre blanco, esto suelen decir en África. O sea que aunque estuviera escrito, no podríamos leerlo y, por tanto, nada nos evitaría tener que tomar decisiones y atajos en cada minuto de esta existencia. El mejor camino, el más correcto, no impide que topemos con una pared altísima, incluso donde antes no la había.
Los Nortes erigen más y más vallas cuando el miedo arrecia. Lo vemos en las fronteras geopolíticas, en las previsiones de Trump o Le Pen y dentro mismo de las ciudades africanas, donde sus consulados y embajadas cada día amanecen más fortificados, distanciándose a pasos largos y alturas de incomprensión de la calle y de la gente del lugar.
La frontera contada por una mujer tiene, sin embargo, otros poros por los que destellan las emociones. Las mujeres suelen abrir las persianas para que entre la luz y corra el aire, incluso cuando delante de las ventanas se alza una pared compacta, blanquísima, la de un continente-museo infranqueable (como en aquella alegoría de La ballena va llena).
Por eso, la realizadora elige escuchar historias chiquitas de mares que no son temibles y playas amables, o contemplar las pequeñas fisuras del tronco de un árbol de algún bosque maldito, en medio de ese no-lugar de transición entre la tierra deseada y el continente conocido y exhausto, el paso del insecto, el relato del color de la arena. Todo lo demás es control. O locura.
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