La Antígona española
ESTOY ANTE Antígona. A los 16 años era taquígrafa en el frente de batalla. Una Antígona española exiliada, trasterrada, en México, donde ahora ha cumplido los 95 años. Eladia, así la llaman, acaba de subir las escaleras a buen paso. Además de la mirada, alerta ante cualquier estupidez o adulación, debe ser el pelo, de un blanco incendiario, lo que le da una edad propia, desatada del tiempo. No hace mucho, tuvo un ictus, sí. Y se desentiende del asunto, como una adversidad menor. Saborea un trago de vino de Oporto y me cuenta que está leyendo Los novios, de Alessandro Manzoni: “En italiano, claro”.
La esperábamos en el piso de una de sus hijas, Paty, nacida en México, experta en política internacional. Alguien comenta lo que le dijo un día a Eladia otro exiliado: “¡Tú tienes la obligación de ser eterna!”. Creo que es una misión que no entusiasma a Eladia, ella que tiene ganas de hablar del amor de novela de Renzo Tramaglino y Lucía Mondella, amenazado muy peligrosamente por el cruel Don Rodrigo y su mano criminal, L’Innominato, el Innominado.
La historia de España casi siempre conspira contra la risa. Y el cronista hoy, de alguna forma, también.
A nuestra Antígona le gusta reír. La historia de España casi siempre conspira contra la risa. Y el cronista hoy, de alguna forma, también. Queremos que Eladia avance como la veloz taquígrafa que fue y nos conduzca por grandes acontecimientos. En nuestras manos van y vienen las fotos en vilo. Ahí está Eladia con la esposa del presidente Azaña. Ahí, con André Malraux. Con la Pasionaria. Ahí está con la Unión de Mujeres el día en que Tina Modotti, María, la brigadista y gran fotógrafa, se despidió en cinco idiomas. “Fue el discurso más emocionante que escuché en mi vida”. Y ahora, una foto de Eladia sola, la mirada interpelando al Innominado. Es increíble, fíjate, es una niña. Una niña levantando acta taquigráfica de la guerra.
Sí, le gusta reír. Habría que escribir una historia de humor del exilio. Ese humor que es una estrategia del dolor para no sucumbir. Por eso, antes de que nos internemos en el campo de concentración en Francia, Eladia, Antígona, se adelanta a contar la historia de otros dos novios. Ella, compañera recluida en el campo, que había sido enfermera en el campo de batalla, muy simpática, y que escribe cartas de urgencia al amado con una ortografía traumática. Y él, abogado, muy culto, que le responde desde otro campo de internamiento: “Carmela de mi alma, me están doliendo los idem de ver en tu carta tantos uevos sin hache”.
Cuando Eladia se queda en silencio no da la impresión de que le haya fallado la memoria, sino que el recuerdo es tan intenso, tan taquigráfico, que es mejor no exponerlo a la intemperie. El dolor de Antígona de no haber podido enterrar al padre. Al maestro músico. Allá quedó, caída Barcelona, en la intemperie de una fosa común. Miguel Lozano, el padre, era primer clarinetista y fagot de la Orquesta Municipal de Madrid. María Dolores Huertas, la madre, trabajó de modista. Tenían una casa en La Latina, en un límite próximo a la Casa de Campo. En el recuerdo, un pequeño paraíso. Hasta que un obús lo convirtió en escombros.
Sus dos hermanos estaban en la guerra. En ese estado de hundimiento, Eladia tomó las riendas. Estaba preparada para cuando el mundo se pusiera patas arriba. Y eso tiene que ver con su aprendizaje. Antígona había estudiado en el colegio de las Madres de Cristo Rey: “¿Sabes qué hacían las monjas? Me volteaban los cuadernos y tenía que leer del revés”. Cuando empieza la guerra, Eladia ya es una maga de la taquigrafía, de la mecanografía, de los idiomas. Sí, fue ella, a los 15 años, la que encontró un primer refugio para la familia en el Madrid bombardeado. La que se afilió a la unión de jóvenes socialistas y comunistas. Padre y madre eran republicanos sin carné. Fue ella la que tramitó el desplazamiento a Barcelona. Y en una oficina del Comisariado descubrieron que aquella muchacha era la vanguardia de la taquigrafía. Desde entonces, recorrió los frentes para levantar acta de reuniones de alto secreto. En la batalla del Ebro, la taquígrafa mantenía el pulso pese al bombardeo.
Consiguieron embarcar el 24 de diciembre de 1939 en el buque De Grasse. Iba con la madre y siempre le quedó la pena de haberle dicho que el camarote estaba “bajo la línea de flotación”. La madre no durmió en 23 días. En Nueva York, las metieron en un tren sin poder apearse hasta llegar a México, ese país que aman las antígonas españolas.
Y su mirada taquigráfica se prepara para hablar del mundo de hoy. ¡Bajo la línea de flotación!
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