Encender la luz
"Tengo que hacerle cosquillas a un gusano. Me está esperando, lleno de proteínas fluorescentes", dijo el doctor Martin Chalfie
Recibo muchos correos extraños, pero ninguno tan extraño como el de hace unas semanas, de parte de un señor que se presentaba como especialista en plancton verde fluorescente. Me escribía a propósito de mi último libro, y quería invitarme a participar en un proyecto. Proponía que nos tomáramos un café. Me pareció todo tan descabellado, que por supuesto acepté.
Enjuto y quijotesco, el doctor Martin Chalfie me estaba esperando en un diner de Broadway. Sentados uno frente al otro, le pregunté, todavía escéptica, si venía de trabajar con plancton verde. Me dijo que no, que venía de hacerle cosquillas a un gusano microscópico. “¿Cómo?”, pregunté, temiendo que había accedido a tomarme un café con un auténtico loco. “Fácil. Me arranco una pestaña, la pego en un palillo dental, y con la punta le hago cosquillas al gusano”. No cabía duda: estaba frente a un loco. Pero era demasiado raro pedir la cuenta e irme, así nomás. Decidí hacer más preguntas, para que al menos pasara rápido el tiempo. Le pregunté sobre el plancton verde fluorescente, y sobre la relación entre eso y hacerle cosquillas a un gusano microscópico. Se le iluminaron los ojos. “¡Buena pregunta!”, me dijo, como le diría un maestro a un alumno que hubiera entendido algo (solo que yo no estaba entendiendo nada).
No podría reproducir aquí la explicación fascinante que me dio, y no cabe duda de que mi imaginación, deformada por años de escribir ficción, captó solo trazos de su intrincado trabajo. Uno de los problemas a los que se había enfrentado siempre la biología celular, me dijo, era que el interior de las células es oscuro, y por ende difícil de estudiar. En los años sesenta, un señor, Osamu Shimomura, había logrado aislar la proteína que produce la fluorescencia verde en el plancton. Lo que Chalfie hizo, entonces, fue insertar esa proteína adentro de una célula, para poder iluminarla por dentro. Como encender la luz en un cuarto oscuro.
“¿Y luego?”, pregunté. “Y luego nada. En 1994 nos publicaron un artículo en Science, y luego nos dieron el Premio Nobel en 2008”.
Imagino ese instante: encender una luz en el interior oscuro de una célula, y de pronto descubrir, ahí dentro, una biblioteca infinita. Un universo entero contenido en ese espacio microscópico, iluminado por pequeñas bombillas fluorescentes. Imposible no pensar en ese instante como una metáfora mucho más grande.
“¿Vuelves hoy a tu laboratorio?”, le pregunté mientras traían la cuenta. “¡Claro!”, respondió. “Tengo que hacerle cosquillas a un gusano. Me está esperando, lleno de proteínas fluorescentes, para mostrarme los genes responsables del sentido del tacto”.
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