Lita Cabellut, la conquista del mercado del arte
MAMÁ, YO VOY a ser artista”, le dijo Lita Cabellut a los 13 años a su madre adoptiva. Fue frente a Las tres gracias, el famoso cuadro de Rubens colgado en el Museo del Prado. No dijo que quisiera serlo. Lo dio por hecho. Con el tiempo, se dio cuenta “de que, sin oficio, el artista es un búho ciego”. “De que la repetición no es un tabú y el lápiz es implacable y hay que respetarlo, porque esas son las herramientas indispensables”. Comprendió “que la pasión sin control acaba siendo un desperdicio de talento”. Empezó en serio a los 19 años en la Rietveld Academie de Ámsterdam, donde llegó becada, pero la primera lección, la que nunca se olvida, se la dio un anciano pintor de El Masnou, en Barcelona. Un hombre que no le dejaba borrar y le obligaba a pensarlo bien antes de dibujar el primer trazo.
“Si supiera lo mucho que aprendí de él”, asegura ella ahora, a los 55 años, después de haber entrado en la lista de los artistas contemporáneos más cotizados del mundo según Artprice, la principal base de datos del mercado de las subastas. Entre 2014 y 2015, su nombre apareció en el puesto número 333 de un total de 500. Por delante de ella solo había dos españoles, dos pesos pesados: Juan Muñoz y Miquel Barceló. Dice que para su viejo pintor de pueblo “debió de ser una tortura enseñarme, porque era una niña difícil de controlar que no quería perder un minuto”.
Una niña gitana nacida en Sariñena (Huesca) y criada por su abuela en Barcelona, donde vagó hasta ser adoptada a los 13 años por una familia pudiente. “Es una biografía tremenda, pero me da pena que se explote el lado sensacionalista de la madre que me abandona. Soy mucho más que una huérfana. Soy la madre de David, Arjan, Luciano y Marta. Una luchadora en un medio masculino. Una poeta original. Una artista. Aunque mi pasado de niña de la calle haya sido muy útil para entender la vida”, asevera rodeada de belleza en su casa-estudio de La Haya.
Los mundos que se inventaba cuando dejaba el domicilio de la abuela diciéndole “es que aquí hay mucha agua” eran su forma de escapar de la realidad. Aquel gesto infantil parece hoy casi poesía del absurdo, pero su trayectoria le ha permitido acercarse “a lo más cruel y a lo más suave sin miedo y sin juzgar a nadie”. Eso y la suerte de que “unos desconocidos tuvieran la ética de creer en mí y ayudarme”. Se refiere a sus padres adoptivos, que la llevaron al Museo del Prado. “Cuando tienes que sobrevivir no puedes crecer, y sin mi madre adoptiva no me hubiera desarrollado”. ¿Qué le contestó al oír que ya se veía artista? “Que si estudiaba, porque no sabía leer ni escribir con 12 años, me pondría un profesor de pintura”.
Se levanta y cruza un patio sobre el que llueve con monotonía machadiana y entra en el estudio. Un lugar amplio y luminoso, con el suelo cubierto de frenéticas salpicaduras que recuerdan el esfuerzo físico con el que aborda sus lienzos: rostros surgidos de juegos de palabras como “espejos ciegos” (de la religión y la tolerancia), “tulipán negro” (la historia de Holanda) o bien “trilogía de la duda” (formada por la víctima, el poder y la ignorancia). No es solo un ejercicio de estilo verbal. Sobre todo, el último. “Europa no sabe adónde va”, apunta, para añadir lo siguiente: “El viento de la política y el fuego de la ignorancia son dos elementos tan peligrosos que, si se juntan, puede haber un incendio histórico”.
Poseída casi por esas ideas, escribe con su equipo unos ensayos que le ayudan a componer en su cabeza los cuadros. A continuación, llama a sus modelos. “Tengo un grupo de personas que vienen a mi taller; los visto, los coloco de forma adecuada y los fotografío. Cada serie, como la dedicada a la diseñadora Coco Chanel o a la pintora Frida Kahlo, incluye lienzos de gran formato. Por eso tengo dos ayudantes, un joven colombiano y otro polaco, que preparan colores, pinceles y paletas, y mueven mi caballete gigante”.
Cabellut ha trabajado durante años con expertos químicos para conseguir en sus lienzos el aspecto craquelado de las pinturas antiguas. Es una variación del fresco que parece dotar a las caras de piel. “En las 12 capas de distintos componentes que uso para lograr mis efectos pictóricos, a veces me apoyo en la proyección y la serigrafía, en técnicas modernas con materiales de diferentes disciplinas. Desde el óleo clásico con aerosoles –nunca acrílicos– y los pigmentos de toda la vida hasta la tira usada en el street art. En fin, soy una rockera de la figuración de hoy, con admiración absoluta por los maestros del retrato”, asegura. Es su homenaje a Velázquez, Goya y Ribera. Y a Rembrandt, el holandés que la atrajo “en busca de un prisma especial de luz”.
Aún persigue esa luz y lamenta ser poco conocida en su tierra a pesar de haber expuesto en Nueva York, Dubái, Londres, París, Venecia, Singapur o Hong Kong. En agosto de 2017 presentará en Pesaro (Italia) la ópera de Rossini El asedio de Corinto con La Fura dels Baus. En octubre, sendas muestras, en Barcelona y en A Coruña, pueden contribuir, dice, a que España le dé “por fin el beso que desearía”.
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