Subida moderada
Elevar el salario mínimo es bueno, pero hay que medir su efecto sobre el empleo

La propuesta de subir del salario mínimo desde los 655 euros actuales hasta los 800 euros en 2018 y a 950 euros en 2020, presentada por Podemos y apoyada por varios grupos parlamentarios, debe interpretarse en primer lugar como un mensaje político lanzado desde el Congreso para trasladar a la opinión pública que la política del ajuste continuado de las rentas no es la única ni la mejor solución para sostener la recuperación de la economía. El PP hace mal en oponerse a la propuesta, porque no es el mensaje de fondo el que cabe debatir sino, acaso, la cuantía de la subida y su impacto sobre el empleo menos cualificado. Porque sus efectos son controvertidos, pero no perjudiciales por definición. De hecho, en algunos países los empresarios defienden subidas del salario mínimo porque el poder adquisitivo de los trabajadores garantiza el progreso de la demanda nacional e, indirectamente, sus ventas y sus ingresos.
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El mensaje político está meridianamente claro: las empresas con beneficios deben comprometerse a subir los salarios y hay que impulsar políticamente un acuerdo para restablecer la capacidad adquisitiva de las rentas en la medida que lo permita la reactivación de la economía. Así lo recomiendan el FMI, la OCDE, el BCE y casi todas las instituciones económicas. Por una parte, un salario mínimo más elevado incentiva a la búsqueda de empleo a los desanimados activos. Por otra, es probable que determinadas actividades laborales con una productividad baja resulten perjudicadas, porque el coste salarial supera el umbral de rentabilidad para el empleador. Esta divergencia implica, en teoría, pérdida de puestos de trabajo en los segmentos con menos productividad del mercado. También es cierto que sostener niveles salariales dignos es condición indispensable para, por ejemplo, aportar ingresos al sistema de pensiones.
El problema no es tanto elevar el salario mínimo como templar las subidas para minimizar los efectos sobre los empleos menos cualificados. Esta modulación exige análisis cuidadosos de los efectos sobre los sectores productivos; por lo tanto, es indeseable en principio decidir solamente sobre impulsos políticos poco matizados. El criterio más razonable debería ser el de aprobar subidas moderadas. Entre otras razones porque los aumentos, aunque sean elevados, no se transmiten mecánicamente al resto de las rentas. Por otra parte, los nacionalistas aciertan cuando advierten que, por razones obvias, el impacto de un determinado nivel de salario mínimo o de un aumento de ese salario no es el mismo en Euskadi que en Andalucía.
Los ciudadanos tienen derecho a esperar del Congreso de los Diputados algo más que proclamas sin valoración económica. Subir el salario mínimo es una buena decisión, en cuanto que pone fin a un periodo de ajuste de rentas que, probablemente, ya no es necesario aplicar con todo rigor. Pero tiene que haber un debate en el Parlamento sobre la cuantía y los efectos de la subida en el mercado de trabajo. La tarea del Gobierno debería ser la de impulsar ese debate político y facilitar la participación de los agentes sociales en los cálculos pertinentes. Es de temer que ese cálculo racional se olvide en beneficio de los eslóganes políticos y la búsqueda de votos.
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