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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un futuro para Cuba

La muerte de Castro debería despejar el camino hacia la democracia

Fidel Castro se dirige a sus seguidores en La Habana en 2000.
Fidel Castro se dirige a sus seguidores en La Habana en 2000.ADALBERTO ROQUE (AFP)

Conocida la muerte de Fidel Castro, y dadas la relevancia del personaje y la enorme huella que ha dejado, es inevitable abrir una conversación sobre el valor y significado de su figura. Nadie puede entender el siglo XX de forma adecuada sin hacer referencia a Sierra Maestra, la crisis de los misiles cubanos y la resistencia numantina ofrecida por la Cuba de Fidel Castro ante las presiones de EE UU.

Pero cuando el tiempo de la reflexión deje paso al de la acción, solo quedará una pregunta relevante en el aire: ¿Qué va a ser de Cuba? Desde 1959, Cuba ha representado una anomalía en la geografía política del continente americano. Mientras los vecinos latinoamericanos transitaban de forma turbulenta y zigzagueante entre la democracia liberal, el autoritarismo conservador, el populismo de izquierdas y de vuelta a la democracia, Cuba consolidó un modelo de partido único, economía colectivizada y alianzas internacionales tan inédito como irrepetible.

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Desde entonces, los entusiastas del castrismo y la revolución cubana se han servido de esa anomalía para denunciar la falsedad de las promesas del orden liberal-democrático. Para los críticos, sin embargo, Cuba ha epitomizado todos los errores de los que ha sido capaz una ideología, el comunismo, que allá donde se ha impuesto ha convertido la utopía marxista de una sociedad igualitaria en una inmensa prisión a cielo abierto caracterizada por la represión de las libertades y una inmensa escasez material.

Pero más allá del juicio histórico y moral, que inevitablemente dibujará sus matices de acuerdo con la perspectiva y marco de referencia que se adopte, lo importante ahora es poner fin a una segunda anomalía, si cabe aún más excepcional: la que ha supuesto la prolongación del castrismo, un régimen establecido en el cruce entre la Guerra Fría y los movimientos de descolonización de la segunda mitad del siglo pasado, hasta bien entrado el siglo XXI. Porque la mayor crítica que se puede elevar al régimen castrista es la de haber hecho tanto por fosilizarse y tan poco por adelantarse a un futuro que, claramente, se sabía inevitable.

Como muestran los casos de China o Vietnam, una vez terminada la Guerra Fría, los regímenes comunistas han demostrado poder generar líderes capaces de leer las demandas de cambio provenientes de sus sociedades y combinarlas con las oportunidades ofrecidas por un entorno internacional cambiante. Cuba, sin embargo, ha decidido, también en este tema, constituirse en excepción, anteponiendo el régimen castrista sus prejuicios ideológicos a las necesidades de su población y mostrando, además del continuado rechazo a abrir espacios para el pluralismo político, una completa incapacidad de proveer siquiera unos mínimos de bienestar material.

Fidel Castro supo exprimir al máximo el conflicto con EE UU para garantizarse el apoyo diplomático y económico de los enemigos de Washington, pasando, sucesivamente, de los brazos de la URSS a los de China y, por último, a los de la Venezuela de Chávez. Pero en ese camino de dependencia, Cuba ha construido una economía inviable y un régimen tan galvanizado por el conflicto y cerrado al cambio que son dos obstáculos formidables para un cambio pacífico. Por eso, el juicio más severo que hay que hacer sobre Fidel Castro y su figura no debería centrarse tanto en su pasado como en su incapacidad de anticipar el futuro. Castro deja una sombra tan alargada que se teme que se pueda proyectar sobre el horizonte, bloqueando o trastocando las demandas de la población de un cambio pacífico y democrático.

La sociedad cubana anhela hoy un cambio, pero los mimbres con los que convertir esos anhelos en realidad son muy rudimentarios. Es cierto que desde que en 2006 Fidel Castro se apartara del poder y lo dejara en manos de su hermano Raúl, se han producido algunos avances importantes. Pero han sido y son muy lentos e insuficientes. La normalización de las relaciones con EE UU y el cambio en la política económica y migratoria son sin duda un buen punto de partida, que esperemos que Trump sepa respetar. Como lo es la decisión de la Unión Europea de poner fin a la política de sanciones y promover un acercamiento crítico sobre la base de un nuevo acuerdo de cooperación económica y comercial.

La muerte de Fidel Castro debería ofrecer una oportunidad para un nuevo comienzo en Cuba, la posibilidad de poner el reloj en hora con el siglo XXI y permitir que los cubanos puedan transitar de forma rápida y pacífica hacia una democracia representativa y una economía abierta. Y España, que por el empecinamiento del Gobierno de José María Aznar en congraciarse con EE UU a costa de una política de innecesaria dureza con Cuba, ha quedado descolocada y sin capacidad de influencia, siendo adelantado por otros socios europeos, tiene ahora una oportunidad de acompañar y apoyar un proceso de apertura que, además de inevitable, debe ser pactado e incluyente.

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