Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, la fascinación del pecado y de la culpa
MIRA A PAZ, por favor”, le pedirá la fotógrafa al cineasta Arturo Ripstein, eligiendo encuadres para retratar a una pareja que lleva 30 años y 15 películas a cuatro manos, desde El imperio de la fortuna en 1986. “Ni loco”, contesta bromeando él, a quien alguna vez la crítica llamó “el Dante mexicano” por su vocación de pintar infiernos en la pantalla. “Yo a él sí y con devoción”, remata su mujer y guionista, Paz Alicia Garciadiego, que a ratos esconde de la cámara el pitillo que los ha arrastrado hasta el patio de su hotel en Buenos Aires, donde están para mantener un diálogo sobre cine invitados por la Fundación Osde
Padres de cinco hijos (tres de ella y dos de él) y abuelos de tres nietos, viajeros incansables, la armonía que irradian es magnética: se divierten juntos. Perseveran en el melodrama por elección (“sucede en los hogares, entre familias y amores”, define ella; “mezcla tragedia y comedia y casa bien con el humor negro e incisivo que nos gusta”, dice él) y abrevan en las fuentes más diversas como disparadores de historias. De la literatura a las noticias policiales, cualquier sitio donde la derrota y el malestar puedan prohijar un filme.
Padres de cinco hijos y abuelos de tres nietos, viajeros incansables, la armonía que irradian es magnética: se divierten juntos.
“Lo nuestro”, dice Ripstein (México, 1943) para definir el territorio de humillados, ofendidos, bajos fondos y tugurios que elige para su cine, “se impone por obsesión: es lo que no podemos dejar de filmar, se vuelve absolutamente inevitable porque todo se lee en esa clave. El tema recurre”. Así sucedió con la más reciente de la cosecha, La calle de la amargura, “la de las putas mataenanos” (la síntesis argumental corre por cuenta del director).
El disparador fue el caso de dos prostitutas que mataron accidentalmente a dos luchadores enanos a quienes drogaron para robarles. Filmada en blanco y negro, fiel al plano secuencia que marca el estilo de Ripstein, la película le valió en el Festival Internacional de Cine de Gijón de 2015 una mención como mejor director. Antes, en el de Venecia, fue homenajeado por su medio siglo de trayectoria, que lo ha consolidado como realizador de culto.
Eso que Garciadiego (México, 1949) llama “la estética de la sordidez” los lleva una y otra vez a imaginar protagonistas vencidos por un destino ineludible, que convierte “en fútiles todos sus intentos por evadirlo y en vanas todas sus quimeras”. Y en el viaje aprovechan en favor del cine sus diferencias. “A Paz la educaron las monjas del Sagrado Corazón y yo provengo de una familia judía, no religiosa, pero judía al fin”, cuenta el director de Profundo carmesí. Por eso, explica con humor, muchas de sus discusiones profesionales y maritales terminan con un adjetivo, pronunciado por uno u otro, para las distancias insalvables: “Cultural”.
¿Llega eso a las películas? Sí, contestan sin dudar. “Yo pongo el pecado”, dice Paz, “y él la culpa. La posibilidad de pedir perdón y ser absuelto que da el catolicismo, para Rip es ajena y se nota. Yo destilo la parte oscura, y él, el dolor de esa parte oscura”.
Aunque, para alimentar la paradoja, Garciadiego aclare que lo que ella sueña de verdad es “escribir un musical con bailable y todo. Siempre ha sido una bocanada hacia un mundo más ancho y más radiante”, cuenta. Él, en cambio, se siente “un analfabeto musical”, que, puesto a elegir entre discos y libros, ya en su juventud se gastaba todo en novelas “para ver cómo iba a filmarlas”. Por eso, el guion original suele sufrir recortes. Que se sepa pronto, pide Garciadiego entre risas: “El verdadero amor de Rip es la cámara, yo soy la tercera en discordia; entre mis diálogos y la cámara, corre a la puta cámara”.
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