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Perfil

Freddy Mamani, el arquitecto de los Andes

Ana Nance
Amelia Castilla

LOS CONGRESOS se disputan a Fred­­dy Mamani Silvestre, de 44 años, creador de la arquitectura de la choliburguesía boliviana, una nueva clase social, en su mayor parte indígena, surgida al calor del Gobierno de Evo Morales. El arquitecto acaba de llegar de Chile, un viaje más en la lista de países de América Latina donde lo reclaman para presentar sus impactantes edificios, decorados con diseños geométricos y toda la gama de colores de la cosmovisión aimara. Tiene tantos seguidores como detractores; donde los primeros ven trazos de arquitectura neobarroca o neoandina, otros solo perciben esquizofrenia y feísmo. De momento, el libro Arquitectura andina de Bolivia, con fotografías de Alfredo Zeballos, narra los logros de su obra en el marco de una Bolivia contemporánea, las revistas más acreditadas han dado cuenta de su trabajo y tiene previsto protagonizar una película sobre su vida. Pero Mamani vive ajeno a la leyenda que genera. Solo quiere cumplir su sueño: “Construir puentes, auditorios y museos”. Ya se ha estrenado con una de las plantas del museo más grande de Bolivia, dedicado al presidente boliviano y su revolución en Orinoca, su pueblo natal.

“Los aimaras somos orgullosos e irreductibles. Antes mi apellido estaba estigmatizado, pero ahora soy libre de firmar mi trabajo donde quiera”.

En la calle, de tierra y sin alcantarillado, los perros buscan comida entre un montón de basura, bajo un sol que quema pero no calienta. Estamos en la segunda planta de un edificio de cuatro alturas, donde un grupo de obreros remata la policromía en columnas y techo. “La idea central, en este y en los otros que he realizado, pasa por una construcción en la que todo sea rentable: la planta baja, dividida en locales, estará dedicada al comercio; la segunda, de unos 600 metros cuadrados, se alquila como sala de fiestas o para banquetes de boda, con habitación para los novios y caja fuerte incluida; en la tercera se ubican varios apartamentos que también salen a renta, y en la cuarta se construye el chalé para que vivan los dueños del edificio. Una vez acabado, todo debe servir para generar dinero. Así lo quieren los propietarios”, cuenta Mamani. Para él, se trata de una versión urbana de las casas rurales de adobe que antaño acogían a los animales en la planta baja. Su toque personal, la ubicación del chalé como guinda del edificio, también tiene su fundamento: “Buscar la luz del sol y la vista de la cordillera andina, con el nevado Illimani, de más de 6.000 metros de altura, como fuente de inspiración”.

Construidos a base de vidrio, policarbonato y cristal traído desde China, los edificios albergan tiendas, salas de fiesta (como la que se ve en estas imágenes), piscinas y pistas de fútbol sala.

Sus clientes en esta ocasión, una pareja de comerciantes de El Alto, le han pedido que matice los tonos que lo han hecho famoso, inspirados en los aguayos, tejido andino usado por las mujeres, entre otros, para cargar a los niños a la espalda. No desean colores chillones. Se lo dejan claro en una improvisada reunión con la pareja y los dos niños pequeños dentro de la furgoneta todoterreno aparcada frente a la obra. A través de la ventanilla, la madre, ataviada con la indumentaria típica de las cholitas (sombrero de hongo y trenzas hasta la cintura), busca en el móvil el color (“vicuña”) que desea para la fachada. El precio de este tipo de viviendas oscila entre 200.000 y 300.000 dólares. El negocio y el lujo, un lujo ostensible del que presume la nueva élite boliviana, caminan de la mano en una ciudad que carece de casi todo. “Es bueno que ricos y pobres vivan juntos. Esto no es una zona residencial, la gente que prospera en el barrio con sus comercios y sus negocios no quiere marcharse fuera. Mis obras son como lunares esparcidos por la ciudad”, aclara el arquitecto, que también vive en la zona.

“No me he hecho rico construyendo estos edificios, pero un artista no busca solo la rentabilidad económica”.

Llegar hasta aquí no ha sido fácil. Apenas era un niño que levantaba un palmo del suelo cuando su padre lo llevaba de la mano a las obras en las que trabajaba como albañil. Jugando con la arena y el viento, aprendió una profesión que empezó a ejercer oficialmente a los 15 años. Pero pronto comprendió que aquello se le quedaba pequeño. Comenzó a estudiar por la noche, cuando dejaba la obra; nadie le regaló un bolívar. Ahora, casado y con cuatro hijos, posee la titulación de “ingeniero y la de arquitecto”, pero sigue funcionando a pie de obra. Lo acompaña su hijo Freddy, de ocho años, con la cara y las manos manchadas de pintura y siempre atento a la voz de su padre, que lo requiere como demandadero para todo tipo de recados. Cuenta con ayudantes, pero no dispone de más oficina que los andamios junto a su cuadrilla y un ordenador portátil. Es ahí donde diseña sus delirantes y esquizofrénicos edificios, que decora con mucho vidrio, policarbonato y lámparas gigantescas traídas desde China y “armadas pieza a pieza en ­Bolivia como si fueran diamantes”. Ha llegado a tener a su cargo unos 200 operarios, pero la crisis provocaba por la bajada de los precios de los hidrocarburos ha reducido el número de pedidos y diezmado la plantilla. “Pensarán que me he hecho rico, pero no he ganado mucho dinero. Un artista no busca solo la rentabilidad económica. Yo también quiebro”, cuenta.

Mamani, que antes de hacerse arquitecto fue albañil, cuenta con su propio equipo de operarios. Su despacho es la misma obra. Allí, con ayuda de su portátil, diseña sus edificios, decorados con coloristas figuras geométricas.

Algunos de los nuevos cholet (fusión de chalet y cholo) albergan pistas de fútbol sala y piscinas, y en sus amplios salones con capacidad para más de mil personas se celebran pases de modelos de cholitas y fiestas sonadas, como la que trajo al grupo musical los Broncos hasta esta ciudad de arrabal convertida en un rastro gigante e integrada por artesanos, mineros y comerciantes, en la que se vende de todo por valor de millones de dólares, especialmente productos procedentes de China que, en muchas ocasiones, los comerciantes eligen personalmente en el país de origen. En alguna ocasión se han desmantelado también pequeños laboratorios de cocaína. En El Alto impera su propia ley. Muñecos con figuras humanas colgados de los árboles o junto a los palos de la alta tensión avisan a los posibles ladrones. No será la primera vez que se lincha a un supuesto delincuente. El pasado febrero, durante una protesta frente al Ayuntamiento, presidido por el partido opositor Unidad Nacional, murieron seis personas quemadas.

Para Mamani, todo eso forma parte de la leyenda que rodea a los edificios que ha levantado en la ciudad de El Alto, que constituyen ya una peculiar ruta turística. Mamani tiene un sueño: viajar a Barcelona para conocer algunos de los trabajos de Gaudí. Admira su obra tanto como la de Calatrava.

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