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Elecciones Estados Unidos 2016
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El rapto del Partido Republicano

El auge político de un magnate xenófobo y racista se produce por el suicidio del Partido Republicano

Trump, tras proclamarse presidente de EE UU.
Trump, tras proclamarse presidente de EE UU.M. NGAN (AFP)

El sorprendente e inesperado camino de Donald Trump a la presidencia de la primera potencia mundial no comenzó hace meses con un proceso de primarias accidentado y lleno de provocaciones, sino hace ocho años, con un lento secuestro en toda regla del Partido Republicano, que ahora se ve ante el tortuoso dilema de tener que ejercer el control de su propio candidato desde un poder legislativo sobre el que recae la responsabilidad de evitar el naufragio de todo un sistema nacido y consolidado después de la Segunda Guerra Mundial.

Hace ocho años en cuanto Barack Obama logró la nominación del partido demócrata, un grupúsculo de votantes conservadores dio credibilidad a una serie de rumores según los cuales el candidato habría nacido en Kenia, Indonesia o cualquier otro país extranjero. Era una forma de racismo que no se atrevía del todo a serlo. Por su color de piel, por sus ideas, por su historia familiar (su padre nació en Kenia) Obama se desviaba de las esencias norteamericanas, necesarias para llegar a presidente.

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¿Qué hizo entonces el Partido Republicano? Lo lógico hubiera sido distanciarse de esas afirmaciones y dejar que los radicales quedaran en los márgenes. Y a pesar de que esa hubiera sido la opción racional de un partido de Gobierno que dejaba atrás los ocho años de George W. Bush, sus líderes decidieron asomarse a aquel abismo. A John McCain, nominado republicano en 2008, le impusieron –y él aceptó– a una candidata a la vicepresidencia, Sarah Palin, que hizo de las dudas de la verdadera nacionalidad de Obama un discurso político.

McCain y Palin perdieron, pero abrieron una grieta en el partido de Abraham Lincoln por la que entró una legión de radicales, bajo la bandera del Tea Party, que ha logrado aupar a la presidencia del país a un magnate machista, xenófobo y claramente nocivo para los intereses del país. Tomaban el nombre de su movimiento aquellos radicales de una revuelta contra la potencia colonial británica, iniciada en Boston en el siglo XVIII. Se sentían herederos de aquel espíritu rebelde, pero el nuevo poder colonial era Washington, la capital, y sus monarcas, políticos supuestamente corruptos como los Clinton.

Un puñado de políticos republicanos quiso sumarse al movimiento del Tea Party en contra de todo lo que representaba y prometía Obama: reforma sanitaria, regularización de inmigrantes, diálogo internacional. Pero incluso los planteamientos ya de por sí radicales de políticos muy conservadores como Paul Ryan, Marco Rubio, Ted Cruz o Rick Santorum acabaron siendo demasiado moderados para unas bases enardecidas que exprimieron al partido hasta la agonía a través del proceso de primarias.

Cuando un político no era lo suficientemente conservador, los votantes se movilizaban y le expulsaban de su cargo, obligando a muchos a convertirse en independientes o irse a casa. Así sometían al partido a un chantaje con el que jubilaron a toda una generación de veteranos acostumbrados al diálogo y al bipartidismo. Y a pesar de todo, la agenda del Tea Party y las bases ultraconservadoras no acababa de implementarse: no desaparecían los impuestos, no descendía radicalmente el gasto público, no se eliminaban todos los programas de seguridad social, no desaparecía Obama por arte de magia.

Cuando esas bases creyeron que el propio Partido Republicano era ya demasiado moderado, el abismo al que este se había asomado le devolvió la mirada. Fue cuando un candidato como Donald Trump comenzó a pelear por la nominación del partido. Amagó con ello en 2012. Entró en la campaña con una sola bandera: la de la duda del lugar de nacimiento de Obama. “Si no nació en EE UU, no puede ser presidente”, dijo en una entrevista a CNN. Finalmente, logró ser candidato Mitt Romney, un centrista de ideas no muy diferentes a las de Obama, algo que le pasó factura.

Tras las dos derrotas de 2008 y 2012, el rapto del Partido Republicano se consumó en un agónico proceso de primarias de 2015, en las que todos los candidatos quedaron, uno tras otro, noqueados por los ataques indiscriminados de Trump, que no respetó ninguna norma de civismo político o personal. A sus críticos amenazaba con encerrarles. A las mujeres que le acusaban de acoso sexual las ridiculizaba por su aspecto físico y prometía denunciarlas. Al presidente le sometía a un escarnio constante y a Hillary Clinton le advirtió de que la encarcelaría el primer día de su presidencia, que comenzará en enero.

En esa campaña los líderes del Partido Republicano fueron marcando distancias respecto a Trump. Le hicieron el vacío presidentes como George Bush padre e hijo, antiguos ministros como Condoleezza Rice y congresistas en activo, noveles como Paul Ryan y veteranos como John McCain. Pero era tarde. El abismo ya se había tragado al viejo partido. El precio de llegar al poder fue renunciar a muchos de sus principios. Sin embargo, habiendo ganado el control del Capitolio, y dada la separación de poderes en EE UU, es muy probable que a los viejos líderes republicanos les quede ahora la segunda oportunidad de hacerle la oposición a su propio candidato.

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