Artes: La huella púrpura
DESDE CUANDO podemos hablar de arte contemporáneo? ¿Y de arte moderno? Resulta inútil establecer fechas. El horizonte de la creación plástica solo deja asomar artistas bisagra, románticos, nihilistas, revolucionarios o que simplemente se dedicaron a parodiar los patrones de sus precursores. Desde el impresionismo, no existen líneas limítrofes en el arte, solo artistas que se travisten en astrónomos (Van Gogh), turistas (Gauguin), exploradores (Rousseau), papas (Picasso), relojeros (Dalí), agitadores marxistas (Diego Rivera), monjes zen (Rothko), bailarines de foxtrot (Warhol) o jugadores de ajedrez (Duchamp). Cada uno aparece asociado a una imagen: un campo de estrellas, una mujer llorando, un reloj que se derrite en el desierto, una caja de Brillo, un urinario boca abajo. No hay nichos acorazados ni cajones surrealistas. Desde la modernidad, el arte rompió su sentido diacrónico, y lo que entonces había sido contemporáneo o revolucionario, ahora puede sonar trasnochado y caduco. ¿O es que es más contemporáneo un cuadro de Miquel Barceló –un pintor que ha gozado de más de una portada, entrevistas y reportajes en estas páginas dominicales– que una Gioconda con mostacho y perilla (L.H.O.O.Q., de Marcel Duchamp, 1919)?
LAS ARTISTAS CRITICARON LAS IMÁGENES CREADAS EN EL ARTE ELEVADO Y EN LA CULTURA DE MASAS.
Sin embargo, nuestra historia cultural reclama cifras y balances con una convicción casi religiosa, conocer quiénes son los apóstoles del arte contemporáneo y las tablas de su ley, cuál es la corriente artística, el radiante y más influyente icono de los últimos 40 años. Se nos ocurren muchos, pero ninguno más potente que el que le dio un sentido más positivo a la posmodernidad y que a la vez fue el más iluminador desafío al canon: el feminismo, un tema siempre polémico por derecho propio que atravesó como un arpón la ballena de las artes de las últimas décadas.
No hay, por consiguiente, ninguna historia del arte contemporáneo separada del arte feminista. Y sí muchas historias. Pero, ojo, las artistas feministas nunca buscaron imaginar utópicamente a las mujeres al margen de los hombres, sino que se dedicaron a criticar las imágenes dadas dentro del arte elevado y de la cultura de masas por igual. Así, la imagen de la mujer pasó a ser un signo, un síntoma del deseo y terror masculinos, y la categoría mujer ya no fue algo biológico o esencial, sino una construcción. La nueva arquitectura que cambió para siempre el arte occidental a partir de los setenta fue mucho más ambiciosa: puso una nueva lente sobre la gran historia, que hasta entonces había permanecido intocada. Y un dato más: el arte feminista también cuestionó el supuesto minimalista que había implosionado años antes, a cargo de autores hombres mayoritariamente, que afirmaba que todos los espectadores, todos los cuerpos, son perceptual y psicológicamente iguales. Era una crítica a la visualidad iniciada en el arte conceptual pero llevada a sus más altas consecuencias, pues el lenguaje –¡eureka!– tampoco era neutral, transparente e irracional. El body art, el accionismo, la performance y la instalación, en su mayor grado de politización, llevarían en adelante el sello de las nuevas amazonas.
pulsa en la fotoLa que ofrecía a sus 81 años un pintor imprescindible, uno de los grandes del siglo XX. Esta entrevista del 30 de octubre de 2004 coincidía con una exposición de sus obras en arcilla en el Reina Sofía de Madrid, que celebraba su Premio Velázquez, obtenido el año anterior.Carles Francesc
Un repaso al que ya es afortunadamente otro canon del arte del último medio siglo parecerá elocuente. El nuevo lenguaje del deseo se apartó de la abstracción masculina y reclamó las formas devaluadas de los oficios y la decoración asociadas a las mujeres. Los ensayos de Laura Mulvey, Luce Irigaray y Lucy Lippard, y el activismo de Judy Chicago, Miriam Schapiro, Mary Kelly, Martha Rosler y Nancy Spero demandaron una habitación propia para la nueva crítica cultural. Estrategias de apropiación que ponen en entredicho el concepto de originalidad aparecen en autoras como Sherrie Levine, Louise Lawler, Barbara Kruger y Cindy Sherman. De esta última es especialmente relevante su serie titulada Untitled Film Stills (fotogramas sin título), donde introduce cambios en la idea del autorretrato al desaparecer tras los disfraces de conocidas celebridades de Hollywood como Monica Vitti, Barbara Bel Geddes o Sophia Loren, interpretando a una pistolera, una esposa maltratada o una rica heredera. El vídeo, la fotografía y el fotomontaje fueron los medios predilectos de un activismo que enseguida atrajo a otros compañeros de viaje, John Baldessari, Michael Asher, Hans Haacke, Richard Price o Victor Burgin. Son autores que ampliaron y sofisticaron los planteamientos feministas, poniendo en primer plano la cuestión de la diferencia sexual en la representación visual, lo que afectaría rotundamente a la manera en que se producían y se consumían las imágenes.
Durante los ochenta, con la embestida de la transvanguardia (Sandro Chia, Francesco Clemente), el nuevo expresionismo (Julian Schnabel), la aparición de inversores-coleccionistas (Charles Saatchi) y de una estética que subrayaba la preeminencia del diseño y la forma en que se muestra la obra (Jeff Koons, Damien Hirst, Jorge Pardo), las artistas feministas cerraron filas junto al agitprop de artistas asociados con ACT-UP, acrónimo de AIDS Coalition To Unleash Power (coalición del sida para liberar el poder), conscientes de que la guerra ideológica en lo que concierne a las libertades de homosexuales y mujeres se libraba no solo en las calles, sino también en los medios de comunicación.
Alentados por esa nueva ola de permisividad en el arte, muchos artistas gais comenzaron a explorar su homosexualidad como tema del arte de diferentes modos y con medios variados: Robert Gober, Jack Pierson, Zoe Leonard, Félix González-Torres o David Wojnarowicz, entre otros, comprendieron la importancia de las luchas feministas de las primeras generaciones y asumieron que su condición homosexual era también una construcción social sujeta a las diferentes culturas y épocas. El espacio público y las bienales se convirtieron en los nuevos museos, un cubo blanco en expansión cuya capacidad para transmitir mensajes resultó altamente eficaz. También los medios de comunicación de masas, en especial los suplementos culturales y los semanales de los diarios. EPS ilustró en numerosas ocasiones la época dorada del activismo y la importancia de los nuevos medios para aquellos artistas, así como la complicidad de las instituciones museísticas.
El discurso poscolonial y los debates multiculturales aportan perspectivas inéditas.
El discurso poscolonial y los debates multiculturales irrumpieron paralelamente, atrayendo la atención sobre el coleccionismo de arte de otras culturas que abordaban las cuestiones de la mortalidad y la sexualidad desde una perspectiva inédita. A partir de ese momento, la lucha del arte feminista se hace global y encuentra correlatos en otras disciplinas, como la arquitectura, el cine y la literatura. El cuerpo díscolo y desvergonzado, que antes era el de la mujer, es ahora el cuerpo social; el feminismo se ha pansexualizado e incluso participa con fruición del espectáculo del arte. Es el precio de la igualdad.
Y esta breve historia termina como empieza. Hace 150 años, los impresionistas descubrieron que el violeta, característico de la lucha feminista, era el auténtico color de las sombras producidas por el dorado principio masculino, el Sol.
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