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Perfil

John le Carré quiere contarles un secreto

Nadav Kander

PARA MI LIBRO de memorias, Volar en círculos (Planeta), me prometí no conceder ninguna entrevista a nadie, en ninguna parte, y, para mi gran asombro, parece que he mantenido la promesa. Mi motivo ostensible era enteramente respetable. Estaba –estoy– inmerso en la producción de una nueva y ambiciosa novela y no quería que me arrastraran otra vez a hablar de un libro del que estoy haciendo todo lo posible por emerger.

La respetable razón para guardar silencio era que no me gusta hacer de mi vida un espectáculo. Toda versión que ofrezco de mi biografía está delimitada por vallas invisibles, y tal vez temía que las entrevistas me hicieran adentrarme en territorio enemigo. No me refiero a aventuras amorosas, ni a esqueletos en el armario de la familia, sino a cuestiones mucho más íntimas y perdurables, como la fuente de la propia creatividad, un tema demasiado valioso y lleno de misterio como para aguarlo con mis especulaciones fáciles. En una novela, soy libre de explorar mi identidad asumiendo diferentes papeles. En la vida, el proceso resulta más embarazoso.

¿Qué relación hay entre mis ficciones y el mundo exterior sobre el que pretenden tratar?

Esta pregunta, que me han planteado en repetidas ocasiones, exige un despliegue de falsa sabiduría por mi parte. Mis ficciones son la única realidad que conozco. En comparación, el mundo exterior sigue siendo para mí lo que un gigantesco libro de misterio para un niño, previsible únicamente en el sentido de que siempre supera mis peores fantasías. Basta pensar en el delirante Donald Trump, o en los disparatados usurpadores políticos de mi país, como el insufrible Boris Johnson, nuestro recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores, que tras insultar a la mayoría de la gente decente del planeta y engañar al electorado haciéndolo aprobar una proposición en la que ni siquiera él mismo creía, nos sacó a todos de casa como el flautista de Hamelín y nos abandonó en una calle desierta para que nos buscáramos nosotros solos un lugar donde vivir.

Sí, mi padre fue un timador y un delincuente, y también una gran influencia en mi vida literaria.

“Una nota manuscrita o un microfilm deslizado en un buzón clandestino son mucho más seguros que el ordenador mejor encriptado”.

También fue un granuja que comerciaba con certezas engañosas y que en sus muchas prisiones –algunas físicas y otras autoimpuestas– no renunció jamás a la convicción de ser el elegido de Dios. Conozco a varios artistas que no se diferencian mucho en ese aspecto, e incluso a uno o dos escritores. Pero si bien en los momentos bajos aún doy por buena ocasionalmente la afirmación de mi padre de que todos mis talentos son suyos –o, dicho de otra manera, de que soy una versión inmadura suya, capaz de jugar con vidas ficticias, pero no con la variedad adulta, humana y destructible–, también es cierto que conseguí liberarme bastante pronto de esa cárcel particular.

Si algo le debo a mi padre –y por supuesto que le debo algunas cosas–, es la universal desazón que atormenta a mis personajes cuando se tambalean como soldados gaseados entre la lealtad a una causa superior, sea cual sea, y la repugnancia que les produce lo que deben hacer para servirla. Nunca me enfrenté con mi padre. Era demasiado grande para perder. Le mentía y, de ese modo, inventaba un universo imaginario paralelo al suyo que me ofrecía lugares donde esconderme de él. Y sí, desde luego, cuando accedí al engañoso mundo del espionaje, me sentí enseguida como en casa. No conocí nada nuevo que no hubiera aprendido ya sobre las rodillas de mi padre, como, por ejemplo, que si cuentas la mentira precisa en el tono mesiánico adecuado, con el añadido de una gran recompensa al final del arcoíris, te sorprenderá la cantidad de ángeles que acaban cayendo. Por lo demás, como la realidad ficticia del mundo secreto nunca resistió la comparación con la de mi propio mundo, no tenía mucho sentido quedarse en él.

Un retrato de principios de 1964. En la segunda foto, con su esposa, Alison, y sus tres hijos.

¿Puede el espía meramente humano de otros tiempos ganarse la vida en unos servicios de inteligencia saturados de tecnología, que captan la información de la ionosfera con la misma implacable celeridad con que los pesqueros industriales capturan hasta el último pez en sus redes de arrastre?

Os voy a contar un secreto maravilloso que probablemente ya conoceréis, pero que a los espías de hoy les está costando mucho aprender. Lo viejo es bueno. En los tiempos que corren, una máquina de escribir manual, una nota manuscrita, una copia en papel carbón o un microfilm deslizado en un buzón clandestino son mucho más seguros que el ordenador mejor protegido y encriptado del mundo. Cuando yo era niño, la clave de un solo uso era inviolable. Los espías de todo el mundo lo creían y se equivocaban. Pero a medida que cada nuevo avance revolucionario en la ciberesfera supera al anterior, la contrarrevolución analógica avanza a un ritmo similar.

Los datos recogidos por los servicios de inteligencia no son información. No son conocimiento. Pero incluso cuando llegan a serlo, ese saber ha de estar en el lugar, el día y el edificio adecuados, y tener asignado el grado correcto de prioridad. ¿Cuántas veces nos han dicho, en retrospectiva, que todos los datos necesarios estaban ahí y que bastaba leerlos y actuar en consecuencia, pero que nunca fueron procesados, ni llegaron nunca a las personas adecuadas y, por lo tanto, no obraron ningún efecto? ¿Será posible que tengamos demasiados datos, que cuanta más información engullen nuestros fabulosos espías electrónicos, menos capaces son de digerirla?

Imaginad por un momento, en este mundo de sobresaturación de datos, el mágico atractivo del legendario informante humano, con la oreja pegada a la puerta de los poderosos. Considerad el ahorro en ordenadores y en expertos, y la supresión de los fallos humanos, los descuidos y hasta las torpezas que se multiplican en el seno de una organización sobredimensionada que recoge datos para los servicios de inteligencia. Imaginad ahora reemplazar todo eso por una sola voz humana, lúcida y fidedigna, que se haga oír a través del guirigay electrónico. Y que en lugar de todas las horas interminables vanamente invertidas en tratar de descifrar los códigos del presidente Putin, tenéis de vuestra parte a su guapa secretaria privada, a cambio de un mísero millón de dólares la hora: una ganga en comparación con el coste de poner a funcionar un equipo de ordenadores del tamaño del Titanic.

¿Un sueño imposible? Por supuesto que sí.

Si repasamos la historia de los informantes humanos que hicieron posible algún éxito para cualquiera de los bandos a lo largo de los últimos 100 años, veremos que incluso la contribución de los mejores fue desdeñable, ya fuera porque no los creyeron, o porque era imposible hacer algo con su información, o porque la verdad que contaban era demasiado cruda para resultar tolerable, como sucedió con los informes de la CIA sobre el presidente Johnson en las últimas fases de la guerra de Vietnam.

Nuestros espías occidentales no supieron de antemano que iba a levantarse el muro, ni tampoco que iba a caer. La CIA creyó que Gorbachov iba de farol y sobrevaloró burdamente la amenaza estratégica que suponía la Unión Soviética. Durante las recientes crisis de Oriente Próximo, se compraron indiscriminadamente, a toda prisa y a precios inflados, unos espías que resultaron ser inútiles, en el mejor de los casos, y peligrosos por las mentiras creíbles que contaban, en el peor. Y a pesar de ese descorazonador análisis, ¿siguen nuestros servicios de inteligencia explorando incansablemente los callejones oscuros del mundo en busca de los grandes espías del mañana?

Por supuesto que sí. Y aunque no lo hagan en el mundo real, podéis apostar hasta el último de vuestros céntimos que lo seguirán haciendo en el mío.

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