Una prisión para extranjeros
La conflictividad de los centros de internamiento revela anomalías en los procesos de expulsión
Todo país tiene derecho a regular la inmigración y, si es el caso, expulsar a quienes se encuentran en situación irregular. Una vez establecidas las condiciones de entrada y permanencia, los gobiernos han de aplicar la ley a todos aquellos que no las reúnan. Pero este proceso no puede hacerse de cualquier manera, y menos sin respetar los derechos humanos. La conflictividad que periódicamente rodea a los centros de internamiento de extranjeros (CIE), como el reciente motín de 38 internos del centro de Aluche, en Madrid, indica que ese proceso no se realiza en las condiciones deseables.
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Pese a que la normativa los califica como centros no penitenciarios, en la práctica se han convertido en cárceles transitorias cuyo funcionamiento vulnera alguna de las tres condiciones que el Tribunal Constitucional fijó en 1987 para poder ingresar en ellos a extranjeros: que el internamiento se haga con autorización judicial, que sea por el tiempo mínimo imprescindible para la expulsión y que no tenga carácter penitenciario.
Según la Memoria de la Fiscalía, solo 353 de los 6.930 extranjeros internados en 2015 lo fueron por una orden de expulsión que sustituía a una pena de prisión. La inmensa mayoría de los internos son, por tanto, extranjeros en situación irregular, no delincuentes, lo que supone aplicar una medida tan grave como la privación de libertad a personas que solo han cometido una falta administrativa.
La ley lo contempla, es cierto, pero a condición de que sirva para la finalidad prevista, es decir, la expulsión. Pues bien, más de la mitad de los ingresados el año pasado no fueron expulsados al término del periodo decretado por el juez —que suele ser de sesenta días—, sino puestos en libertad. La opacidad en la gestión y las carencias materiales que aún persisten tampoco ayudan a generar la confianza necesaria. Esta es una de las asignaturas que la nueva legislatura debe abordar con urgencia.
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