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Academia

El premio lo otorga un cónclave de personas sobre las cuales sabemos poco o nada y, sin embargo, es el reconocimiento con mayor prestigio en nuestro gremio

Un hombre mira un disco de vinilo de Bob Dylan en una tienda de discos de Seúl, Corea del Sur
Un hombre mira un disco de vinilo de Bob Dylan en una tienda de discos de Seúl, Corea del SurEFE

Todos los años es la misma historia. La Academia sueca otorga el premio Nobel de Literatura un jueves, y la humanidad estalla en quejas estruendosas que duran más o menos 24 horas: a este nadie lo conoce más que en su casa, esta es periodista y no escritora [SIC], este tiene ideas políticas dudosas, y este otro —¿que no se había muerto ya? Por ahí del sábado y domingo algunas personas habrán comprado por primera vez los libros (o discos, en su defecto) de la o el galardonado en turno. Y, por ahí del lunes, más o menos cuando se llegue al punto final de esta columna, todo se habrá olvidado y volveremos a Trump, las FARC, Siria, el Papa y demás estimulantes para llenarnos la semana de serotonina.

Aterricé en Minneapolis, ciudad natal de Bob Dylan, el mismo día en que ganó el Nobel. (Nació en un pueblo a unos kilómetros al norte, pero la ciudad lo reclama como propio.) Minneapolis andaba de fiesta, a la manera discreta y ñoña del Midwest. Mientras tanto, la twitosfera y demás espacios de desahogo democratizado estallaban en quejas. Me habían invitado a la ciudad a hablar sobre los “límites de la ficción” en el edificio del Museo de Arte Moderno, que cuelga en un acantilado sobre el majestuoso Misisipi. Alguien del público me preguntó sobre Dylan, el premio, la Academia, y si no me preocupaba que darle el premio a un músico que apela al gusto masivo fuese un indicador de que estaba desapareciendo por completo la literatura.

A mí me encanta Dylan, sin reservas. Creo que merece todo los premios. De un modo distinto, también me encantan el Nobel y la Academia sueca, porque son un premio y una institución tan decadentes, tan completamente pasados de moda, tan irrelevantes. Son tan literarios. El premio lo otorga un cónclave de personas sobre las cuales sabemos poco o nada y, sin embargo, es el reconocimiento con mayor prestigio en nuestro gremio. Eso es tan literario.

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La Academia sueca es también la institución más autocrática que tenemos. Hacen lo que les viene en gana y pasan de todo: pasan de la opinión pública, del Papa, pasan de Twitter, pasan incluso de los galardonados mismos. El premio es inapelable, de modo que si alguien lo declina —como hizo Sartre en 1964— de todas maneras aparece en los anales como ganador. Son unos pasados de lanza, son tan suecos, pero son tan literarios.

¿Y su decisión indica que la literatura va a desaparecer? Al contrario, entre más apartados se mantengan el mundo del prestigio y los premios y el mundo de la literatura, mejor.

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