¿Cómo explicarlo?
RUTH BEITIA, que así se llama la mujer a la que hemos sorprendido en pleno vuelo, tuvo que reunir una cantidad de fuerza física y de concentración mental increíbles para elevarse casi dos metros sobre el suelo y llevarse una medalla de oro en los pasados Juegos Olímpicos de Río. El esfuerzo, si uno se fija mucho, se percibe en los músculos del cuello, tensos como cables de acero, y quizá en los del hombro, que dibujan culebras en la piel. Se percibe un poco de violencia también, claro, en la cola de caballo, por la acción del aire. Pero el resto de su cuerpo transmite una extraña sensación de reposo, como si al alcanzar la altura que la condujo al podio se hubiera echado un sueñecito.
Ahí la tienen, eternizada en esas décimas de segundo durante las que da la impresión de haber conquistado una ingravidez deliciosa. Parece que flota dormida o muerta en el espacio y que si alguien no la sujeta continuará elevándose como si pesara menos que el aire. Tal vez, durante ese instante decisivo, fue así. Es posible que una suerte de éxtasis sobrevenido la liberara momentáneamente de la servidumbre de la gravedad. Si yo fuera ella, recordaría durante el resto de mi vida ese momento en el que me entregué a la quimera de volar. Luego, de repente, la realidad se puso en marcha de nuevo y la mujer dormida o muerta resucitó sobre la colchoneta con gestos de alborozo dirigidos a su entrenador y al público. Todo en orden. ¿Pero cómo explicar lo sucedido durante esas décimas de segundo que se meció en el vacío lo mismo que la hoja de un árbol suspendida en el aire?
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