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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Respuesta a Puigdemont

La salida a la cuestión catalana exige negociaciones, pero sin ultimátums

Rajoy recibe Puigdemont en La Moncloa, el pasado abril.
Rajoy recibe Puigdemont en La Moncloa, el pasado abril.Bernardo Pérez

La música de la intervención madrileña del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, suena sugerente, tras años de la dialéctica frentista de su antecesor. Proclamó que su deseo es sentarse, negociar y pactar. Que el referéndum secesionista que reivindica debe ser también objeto de pacto. Y que casi todo en él es objeto de posible transacción, la pregunta, el cómo, el cuándo, el quórum y las cuarentenas indispensables antes de su repetición.

Nunca antes en el quinquenio de procés independentista su líder se mostró tan flexible en su formulación. Cierto que esta flexibilidad es tributaria de necesidades tácticas: intentar alcanzar una mayoría social hasta ahora frustrada, y que se pretende fraguar atrayendo al mundo comunero (Ada Colau, Podemos, Iniciativa) partidario del “derecho a decidir”. Cierto que responde a la urgencia de vitaminar un proceso aún potente pero en cierto declive.

Pero aún así, si la disposición es negociadora —aunque sea sobre los detalles del referéndum y no sobre el corazón de su planteamiento mismo—, la respuesta del Gobierno central (incluso en funciones), de los grandes partidos españoles y, en suma, de las instituciones del Estado, debiera ser de apertura, de voluntad de escuchar, de disposición a encontrar elementos que desbloqueen la enquistada cuestión catalana.

Resultaría ridículo que se repitiese la azarosa coincidencia de que los embajadores de varios países europeos se interesen por las intenciones de Puigdemont y España no compareciese. Entre otras razones porque Cataluña sigue siendo parte nodal de España; y porque los problemas del encaje catalán en el Estado español no solo derivan del empecinamiento secesionista, sino también del inmovilismo y el retranqueo centralista.

Hasta ahora la élite política española ha carecido de todo tipo de iniciativa (la reforma constitucional lo es, pero a largo plazo). Urge lanzar una propuesta susceptible de consenso y encauzar el litigio de una vez por todas. La propuesta no puede sino pasar por el diálogo, quizá a través de una comisión de reforma federal de la Constitución o de una subcomisión para una propuesta específica ante la cuestión catalana —como pidieron los nacionalistas de la ex Convergència— que sirva para madurar alternativas factibles y vías de entendimiento.

Ahora bien, para que el diálogo sea tal, Puigdemont debería desistir de sus condiciones exorbitantes, las que se equiparan a ultimátums. Primero, el diálogo no puede reducirse a discutir el modo de facilitar la secesión, sino abrirse a todo, a horizontes de autonomía profundizada, federales, plurinacionales e incluso confederalizantes; a un nuevo y distinto modo de vivir juntos, y libres, y solidarios.

Y segundo, el Estado nunca debe negociar bajo la presión de un calendario impuesto: si conviene crear una comisión parlamentaria ad-hoc, desista el secesionismo en su amenaza de convocar una consulta unilateral en septiembre de 2017 si antes no fragua otra pactada. Si la Generalitat se compromete a volver a un punto cero de enfrentamientos, el Gobierno deberá corresponder lealmente y fijar un plazo máximo para desarrollar el diálogo y la obtención honesta de conclusiones. Sin plazos ni guión, ninguna propuesta es creíble.

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