Brunello Cucinelli, el humanista de las costuras
La última vez que Brunello Cucinelli estuvo en Mongolia, unos pastores cocinaron una cabra en su honor. Antes de empezar el banquete, bebió varios vasos de una especie de vodka de un solo trago. Todo formaba parte de la experiencia a través de la cual este diseñador italiano se alejó aquel día unos cien kilómetros de Ulán Bator, la capital del país asiático, para conocer a los hombres a los que compra el cachemir que imprime el ADN de sus diseños.
Cucinelli (Castel Rigone, 1953), invitado estrella en aquel enclave, siguió entonces el rito de la tribu: elegir una dama, sostenerla en brazos y dar con ella 15 vueltas dentro de una yurta, la vivienda típica de los nómadas mongoles. “Ahora sí que me muero”, pensó. Pero superó la prueba. “Y me gané su corazón”. Después de aquello, comprar la preciada lana con la que crea sus prendas fue coser y cantar. “Normalmente suelo traerme de Mongolia unos 100.000 kilos de cachemir cada dos años”, explica. “Por cierto, ¿sabe que el primer europeo que entró en la corte de Gengis Jan fue un fraile franciscano que, como yo, también era de la región de Umbría? Aquello ocurrió en el siglo XIII y ahora yo vuelvo a esas tierras. ¡Qué increíble coincidencia!”.
Cucinelli acumula conocimientos que trascienden el universo de la moda. A ratos habla de su colección, pero sobre todo departe de la historia de Roma, Platón, san Francisco de Asís… El gesto de su rostro desborda simpatía. Escenifica cada anécdota con su cuerpo. Viste chaqueta de corte impecable, vaqueros y zapatillas deportivas en tonos blancos y marinos. El diseñador se encuentra en Madrid para asistir a la inauguración oficial de una nueva tienda en la exclusiva calle de Serrano, que completa la oferta de la compañía en España con otros cinco establecimientos.
“converso sobre la vida, sobre la dignidad del hombre o nuestra cultura mediterránea”.
La diplomacia de Italia también homenajeó al señor Cucinelli, uno de sus compatriotas más internacionales, invitándole a dar una conferencia. El discurso que impartió en el flamante palacio de Amboage, sede de la Embajada, bien podría ser el de un profesor de humanidades en cualquier aula universitaria. “Converso sobre la vida, sobre la dignidad del hombre o nuestra cultura mediterránea”. También de fútbol (“me gusta el temperamento del Atlético de Madrid”) y de Solomeo, su querido pueblo. O mejor dicho, el de su mujer, Federica. Un municipio de apenas 500 habitantes ubicado en la región de Umbría donde Cucinelli instaló su fábrica hace 30 años. El diseñador restauró entonces los edificios públicos de esta abandonada villa medieval y generó puestos de trabajo.
pulsa en la fotoModelo de la colección para hombre otoño-invierno 2016.GIANFRANCO TRIPODO
Sus empleados comienzan la jornada a las ocho de la mañana y acaban a las 17.30 para volver a sus hogares. Cucinelli se ha preocupado de que su fábrica tenga la luz natural suficiente para poder coser ojales mientras “se contempla el cielo”. Una concepción idealista de la artesanía que encarece el valor de sus prendas. “Kant decía que el lujo aporta nobleza y belleza a la humanidad. Yo añado que además produce trabajo. Y para conseguir el made in Italy tengo que elaborar productos especiales”, explica sentado en el sillón de un hotel horas después de su conferencia diplomática. A los 25 años, este creador humilde e idealista ya tenía clara esa visión de negocio. En Umbría había tradición de utilizar la lana, pero lo del cachemir “era cosa de los ingleses”. Al joven Cucinelli, hijo de padre obrero y madre ama de casa, le dio por trabajar con el exquisito material para diferenciarse del resto. Y haría algo más, algo inusual: le daría color.
Cuando hace 30 años instaló su fábrica en el pueblo de solomeo, restauró edificios públicos y generó empleo.
Para llevar a cabo su empresa, tuvo que ganarse la confianza de un banquero y la de un vendedor de cachemir, que le prestó 20 kilos sin saber si recuperaría el dinero. Ignorante del arte de la costura, pidió ayuda a las ancianas del pueblo. Y cuando acabó de elaborar 80 jerséis se fue a Alemania. “Había oído decir que allí pagaban bien”, bromea. Hoy lidera una compañía que factura unos 414 millones de euros anuales, da trabajo a 1.400 empleados y está presente en 60 países.
Su idea era vestir a hombres y mujeres elegantes, chic y deportivos, y desde hace 16 años diseña mucho más que ropa de invierno. Camisas de seda, chaquetas, gabardinas y zapatillas de colores sobrios, cortes simples y materiales de alta calidad manufacturados con gran artesanía son la seña de identidad de su firma. Aunque su verdadera obsesión es que el comprador que visite sus tiendas respire las notas del Mediterráneo, el amor por lo clásico y su manera de entender el mundo. “Yo solo soy una persona normal que me dedico a la moda. Pero quiero ser custodio del pensamiento humanista: el respeto por el otro, la vuelta a los orígenes, la admiración por el trabajo del artesano”. Y eso tiene un coste. “Si usted no se puede comprar una prenda de cachemir, tampoco pasa nada. Lo más importante es que cultive su alma”.
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