Perderse
Nos sacábamos con alfileres unas larvas que se nos metían bajo la piel y nos provocaban infecciones dolorosas
Vivíamos todos en el mismo cuarto de cemento sin revoque y una ventana estrecha que daba a la playa. Éramos tres, a veces cinco, a veces dos. Yo era la única mujer. Los varones se bañaban en el mar; yo, en esa habitación bajo un chorro de agua helada que salía de un caño. La primera noche no habíamos encontrado dónde quedarnos, así que dormimos sobre esteras, bajo un tinglado de paja. Al despertar estábamos rodeados de cangrejos y moscas del tamaño de dátiles. Después conseguimos esa posada. Era una isla. Pasamos muchos días allí. Él se ponía cada vez más rubio, más hermoso, más delgado. Yo salía a correr. Una vez me siguió un tipo por el manglar. Aceleré el trote y llegué agitada a la playa donde nos quedábamos. Cuando me di vuelta, no me seguía nadie. Él estaba ahí. Al verme, preguntó alarmado: “¿Qué pasa?”. “Nada”, contesté, engreída. Aterrada. Nos sacábamos con alfileres unas larvas que se nos metían bajo la piel y nos provocaban infecciones dolorosas. A veces, los varones pescaban cantidades de peces inmundos que comíamos fritos. Nos levantábamos al amanecer para tomarle fotos a un barco varado, a unos niños. Yo había llevado tres camisetas, un bolso viejo. No teníamos tarjetas de crédito ni seguro de viaje. Casi no comíamos. Sólo estábamos ahí, como si fuéramos la marea, o un árbol. Ahora, años después, leo este poema de Ana Blandiana (El sol del más allá y El reflujo de los sentidos, Pre-textos): “Se cumplen todos mis sueños: / Soy adulta. / (...) Me ahogo en la realidad: / Mis pasos ya no son anónimos, / ya no saben andar sobre el mar; / Aunque luchen / Mis brazos ya no saben volar, / Ya no me reconozco. Me he olvidado. / Me gustaría volver. Pero ¿hacia quién? / Todo me duele. / ¡Siento una ansia terrible / De mí misma!”. Cuando duela —porque dolerá— yo sé hacia quién volver. A la que soy allí. En esa isla.
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