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Columna
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'La jugada de mi vida'

La conquista del cielo

Será el destino… Me tocaba estar allí y allí estaba.”/

Andrés aguardó a que todo el mundo durmiera en Johannesburgo. Siempre supo disfrutar del silencio, de esa sensación de soledad tan íntima, tan suya, especialmente cuando quería escuchar su cuerpo, ya liberado de la camilla de Raúl. Andrés nunca fue ruidoso, pero aquella noche todavía tuvo más cuidado al abrir la puerta de su habitación y, de manera furtiva, se puso a correr como si le fuera la vida en ello, de punta a punta por aquel pasillo del hotel de Sudáfrica. Tenía la necesidad de ponerse a prueba él mismo, aunque fuera sin la pelota por medio ni nadie a la vista, alejado de la enfermería y del campo, solo en la intimidad, pendiente de las sensaciones de su cuerpo menudo, convencido de estar ya curado, deseoso de poder gritar: “Ya está, sí, ya está, se acabó el tormento”. Y, finalmente, Iniesta pudo chillar, correr, jugar, imparable hasta la final de la Copa del Mundo./

Como por arte de magia, después de muchos desencuentros, los dichosos músculos malheridos desde hacía meses se habían sincronizados de manera automática, y las dos piernas de Andrés volvieron a funcionar como las agujas de un reloj suizo, ajustadas finalmente por las manos precisas de Raúl Martínez y los consejos de Emili Ricart, los dos separados por miles de kilómetros, pero conectados cada segundo con Iniesta.

“Yo no estaba con Andrés —confirma Raúl—. Ni sé cuándo se puso a correr. No me lo contó, me enteré de otra manera. No suele contar las cosas y no es nada fácil entrarle. A veces tampoco hay explicaciones científicas a determinadas lesiones. Yo no lograba entenderlo, pero, tras varias exploraciones, había localizado una zona que hasta entonces pasaba desapercibida, un tejido que provocaba una desorganización en la pierna, y sospeché que ése podía ser el nudo del problema.” Raúl le desbloqueó la pierna y Emili le limpió la cabeza con un vídeo que Andrés veía todas las noches antes de acostarse, como si fuera el padrenuestro que rezaba de pequeño en Fuentealbilla.

A Pep Guardiola le apasiona el tema de la motivación y dispuso la producción de un vídeo para preparar la remontada del Barça contra el Inter de Mourinho en la semifinal de la Champions de 2010. Lo harían Emili y Santi Padró, el periodista de TV3 que ya había ideado el Gladiator de Roma.

A Pep Guardiola le apasiona el tema de la motivación y dispuso la producción de un vídeo para preparar la remontada del Barça contra el Inter de Mourinho en la semifinal de la Champions de 2010.

Aquella cinta recogía grandes derrotas y grandes victorias deportivas, momentos de frustración y de euforia, protagonizados por figuras como Roger Federer, Fernando Alonso y Gemma Mengual junto con las victorias de las secciones de baloncesto y de balonmano, que daban paso al gol de Stamford Bridge: el Iniestazo. Aquella final de Roma, la ópera cantada por Bocelli, el cabezazo de Leo colgado del cielo en el coliseo italiano. La película comenzaba con abrazos, euforia, manos tendidas, complicidad. Todo en color, pero, después, el blanco y negro dominaba la pantalla durante treinta segundos para resaltar la derrota, el sufrimiento (Puyol y Estiarte lamentando el golazo de Essien en el palco de Londres mientras Laporta se repeinaba sospechando lo peor) y las caídas de esos deportistas. No sólo las físicas, también las anímicas. Y, a partir de ese momento, poco a poco, el color volvía a dominar el metraje para terminar subrayando la victoria con una última imagen en la que se veía a todo el Barça festejando en un círculo la tercera Champions (Roma), una buena manera para visualizar el triunfo ante el equipo de Mourinho, la sardana del éxito para coronar el inicio del ciclo más espectacular, pero Guardiola no les mostró aquel … a sus jugadores en el vestuario del Camp Nou. Camino del estadio, cuando el autobús del equipo avanzaba escoltado por una gran fila de motos y coches de hinchas azulgrana bajando del Tibidabo, el entrenador advirtió que había demasiada excitación y decidió no aumentar la adrenalina de los jugadores del Barça. El vídeo quedó en manos de Emili, el único que lo había visto aparte de Pep y Padró. Duraba cuatro minutos y cuatro segundos y en él no aparecía ni un solo balón. Era todo emociones, sensaciones, pura piel con una música que cautivaba.

Emili intercambiaba mensajes a diario con él, así que supo que la cosa funcionaba desde que Andrés hiciera aquella solitaria carrera en el hotel donde estaba concentrada la selección española. Raúl ni siquiera necesitó hablar con Andrés. Al futbolista lo delataban su rostro, felizmente iluminado, y su carácter, siempre introvertido, a veces silencioso y otras muy socarrón. Acostumbrado a jugar con dolor, Iniesta se sintió por fin limpio y liberado, ansioso por alcanzar el Soccer City de Johannesburgo, la luz que lo aguardaba después de la estancia en los suburbios de Soweto.

“Quizá me cueste encontrar una persona tan implicada, tan predispuesta a trabajar y tan honesta como Emili. Yo no lo conocía personalmente, pero cuando entró Guardiola a entrenar al primer equipo, también llegó él. Desde entonces, nos hemos hecho prácticamente inseparables. Me identifico mucho con él, con su forma de pensar, con su forma de trabajar. Es muy especial para mí —afirma Andrés, que está igualmente prendado de Raúl—. Sabía que Raúl era una máquina en su parcela. Y lo comprobé durante aquel Mundial. Sólo puedo decir que, a día de hoy, deportivamente hablando, él me salvó la vida. Conoce mi cuerpo y mis reacciones como si me hubiese parido, se ha convertido en una pieza imprescindible.”

Uno es “especial” y el otro, “imprescindible”, los dos pendientes de Andrés, ambos conectados desde puntos opuestos, especialmente sensibilizados con un jugador que necesita ponerse a prueba a solas para saber que ha sanado, escuchar el clic que suena igual que cuando cede la cerradura de una caja fuerte. “Sí”, resonó en el pasillo por boca de Andrés. El Mundial empezaba entonces para Iniesta y no cuando se subió al avión en dirección a Potchefstroom.

“El 13 de abril de 2010, durante un entrenamiento en la Ciudad Deportiva, me lesioné el isquiotibial derecho —recuerda Andrés—. Me hice una buena rajadita, faltaba poco más de un mes para que Del Bosque diera la lista para el Mundial y el tiempo era muy justo. Creía que no llegaba. Mejor dicho, pensé que no llegaba.”

El 13 de abril de 2010, durante un entrenamiento en la Ciudad Deportiva, me lesioné el isquiotibial derecho. Creía que no llegaba. Mejor dicho, pensé que no llegaba.

En la Ciudad Deportiva del Barcelona todavía hoy se recuerda ese instante de dolor, todos se asustaron al ver a Andrés abandonar llorando el entrenamiento acompañado, naturalmente, por Emili. Hasta Carles Puyol, el capitán, se percató de la gravedad del momento y se ausentó para acompañar a Iniesta.

“Tranquilo, Andrés, todo irá bien. Ánimo, mucho ánimo, tranquilízate”, le susurraba el defensa aún sobre el césped en una larga caminata que se hizo interminable porque Andrés no escuchaba, no atendía, paralizado por el desgarro muscular que lo enviaba de nuevo al pozo que creía olvidado. Se consumía a lágrima viva. “Me acerqué a él y le dije ‘tranquilo, Andrés, vas a ser el mejor del Mundial’, pero él lloraba y lloraba. Creo que ni me escuchó.” El susurro de Paco Seirulo, el preparador físico del Barcelona, se confundía con el agua que caía de la ducha. Siempre creyó que Andrés no lo oyó ese día. “Sí, claro que oí a Paco, por supuesto, pero no podía ni hablar”, cuenta Andrés recordando aquella imagen en el vestuario, instantes antes de que Puyol, capitán, amigo, confidente, cómplice, le enseñara la puerta por donde acabaría llegando la solución: “Tienes que hablar con Raúl, ¿vale? Todo irá bien, pero habla con Raúl”. Andrés, ido como estaba, seguía sin escuchar nada, maldiciendo su suerte, abatido a pocas semanas del Mundial.

“Esa lesión me dejó la moral y el corazón por los suelos. Llevaba un año sufriendo mucho y me quedaba la ilusión de ir al Mundial, pero esa rajadita estaba a punto de dejarme fuera —cuenta Andrés—. Y, sí, hablé con Raúl.” Andrés apenas parece expresar sus sentimientos, pero siempre acaba rodeándose de los mejores, ganándose la confianza de los especialistas, todos presa del embrujo del niño de Fuentealbilla.

“Recuerdo el día en que hablé con Raúl. ¿Qué me dijo? ‘¡Tranquilo, Andrés! Tranquilo. Llegarás al Mundial. Y, una vez allí, haremos todo lo necesario para que tu cuerpo vuelva a la normalidad ”, recuerda Iniesta. ¿Normalidad? ¡Qué palabra tan rutinaria y tan deseada a un tiempo para un futbolista lesionado en vísperas de una Copa del Mundo! “Es uno de los momentos más difíciles que tengo que vivir. La vida me ha enseñado a no rendirme nunca”, escribió entonces Andrés en las redes sociales cuando no quedaban ni dos meses para el partido inaugural de España en Durban.

“Durante el Mundial prácticamente hicimos vida en común. Nos tiramos un mes pasando todas las noches juntos. Después de cenar, llegaba el ‘momento Raúl’. Me tiraba en la camilla y él gobernaba mi cuerpo”, relata Andrés.

“¿Qué le hice?” Aún hoy Raúl tarda unos segundos en responder a la pregunta de qué cambió en el cuerpo de Andrés. El vídeo de Emili activaba su mente para sobrevivir de noche y las manos de Raúl domesticaban sus músculos de día. Los dos sabían mejor que nadie que algo iba mal en el cuerpo del impaciente Andrés. No lo consolaba siquiera la paz que le había transmitido Vicente.

Esa lesión me dejó la moral y el corazón por los suelos. Llevaba un año sufriendo mucho y me quedaba la ilusión de ir al Mundial, pero esa rajadita estaba a punto de dejarme fuera.

“Tranquilo, te esperaré hasta el final”, le había dicho Del Bosque, el salmantino justo y sensato, lleno de sentido común, hombre de palabra, hijo de Fermín, un empleado de la Renfe represaliado tras la Guerra Civil. Del Bosque aguardó y el jugador se encomendó a los buenos oficios de Emili y Raúl, intuitivo y astuto uno, capaz de llegar hasta los cimientos de su arquitectura emocional y hábil y meticuloso el otro, capaz de dar con el secreto mejor guardado bajo la piel de Andrés.

La paciencia del seleccionador fue tan decisiva como la faena de los fisioterapeutas y la predisposición del propio Iniesta. Una semana antes del debut mundialista contra Suiza, España jugó un último amistoso en Murcia contra Polonia.

El volante manchego agarra la pelota recostado en la banda del once: siendo diestro, vive feliz y con naturalidad en la banda izquierda, y doma la pelota con delicadeza viniendo de fuera hacia dentro para encadenar una sinfonía de pases que lo llevan al balcón del área de Kuszczak. La vertiginosa y precisa jugada dura dieciséis segundos, después de que Iniesta se asocie al primer toque con Xavi y Silva, hasta quedar de espaldas a la portería de Polonia. Andrés controla el cuero dulcemente con la pierna izquierda, después la pisa con la derecha y más tarde se da la vuelta para encarar al guardameta y a los cinco defensas que le cierran el paso ante el pasmo de la hinchada de Murcia. Andrés pica entonces la bola para sortear el muro contrario, igual que hizo Laudrup con Romario en un partido del Barça en Pamplona, y habilita el pase a Xavi. Y Xavi a Silva. Visto y no visto. En un santiamén.

“Ahí hemos visto a un mago inventando un pase, inventando un espacio, la llegada de Xavi, lo que es un equipo… Una dejada y el remate de David.” El relato de Zubizarreta, por aquel entonces comentarista de … y poco después director deportivo del Barcelona, venía precedido de la misma admiración que se advirtió en la grada cuando se vio volar el balón desde la bota derecha de Andrés. Apenas catorce minutos de partido y tanto Raúl como Emili, uno sentado en el banquillo de la Nueva Condomina y el otro preparando su viaje de vacaciones a la República Dominicana, sonreían, cómplices de la felicidad de Andrés después de asistir a Villa con el exterior del pie en el 1-0 y, como volante diestro de toda la vida, ponerle el balón a Xavi, como si de la reencarnación de Laudrup se tratara, para hacer subir el 2-0.

En la grada se desató la euforia y la selección era una fiesta, todos entusiasmados por la recuperación de Iniesta hasta que éste se acercó al banquillo y pidió el cambio a Del Bosque. “De algo me tiene que servir la experiencia”, argumenta el jugador, sabiendo que al notar el más mínimo dolor debe retirarse. Allí fue sustituido por Pedro. Del Bosque se asusta y los médicos se preocupan porque es el minuto 39 de partido y es 8 de junio, justo una semana antes del inicio del Mundial contra Suiza.

“Lo hemos sustituido porque tenía molestias en la parte posterior del muslo", contó a los periodistas Óscar Celada, uno de los médicos de la Roja. .

“Lo hemos sustituido porque tenía molestias en la parte posterior del muslo. No ha notado ningún pinchazo ni tampoco le ha ido a más. Fue al inicio del partido y, como no estaba cómodo, se produjo el cambio. Es una lesión muscular menor. Para estar más tranquilos, le haremos algunas pruebas, pero inicialmente descartamos que esté roto el músculo. Se trata de una lesión leve, pero hay que tener precaución”, cuenta a los periodistas Óscar Celada, uno de los médicos de la Roja. Habla para la prensa y habla también para Andrés, que ya sabía el diagnóstico, de nuevo compungido, atrapado otra vez por sensaciones contrapuestas, dichoso por su juego y amargado por su nueva lesión.

El muslo derecho estaba roto. O casi. Había un desgarro fibrilar y, al examinar las pruebas que se le hicieron en su día libre en Barcelona, aquella inflamación aconsejaba paciencia. “Se trata de un edema, un pequeño edema, en un músculo de la parte posterior del muslo derecho, el muslo semimembranoso en su zona más alta. En principio, esta lesión tiene buen pronóstico. No hay rotura de fibras musculares. No lo descartamos para debutar ante Suiza”, explicó Juan Cota, otro de los médicos federativos.

En principio. La expresión en principio tenía amargado a Andrés. Aquella pierna derecha ya había soportado muchas lesiones que “en principio” tenían un pronóstico inicial y, después, no tenían final. Ninguna, en cualquier caso, más grave que la rotura del bíceps femoral y más tarde la del recto anterior, dos serios contratiempos para el jugador del Barça. El Mundial se echa encima y aumenta la preocupación de Del Bosque porque la sensibilidad del juego de España pasa por la pierna de Iniesta. Y el jugador se siente agobiado, desesperado consigo mismo, por sus reiteradas roturas musculares, demasiadas por más terco, cabezota y obstinado que sea Andrés.

Iniesta llegó al partido contra Suiza, al estreno del Mundial, y, cuando se llevaba una hora de juego, se volvió a lesionar, derribado por Lichsteiner. Tardó en levantarse del suelo, obsesionado con tocarse durante cuarenta segundos la parte posterior del muslo derecho, el eje de todos sus males, incapaz de recordar siquiera que lo sustituyó como ya era norma Pedro. El ritual se repetía con independencia del adversario, del campo y del torneo, incluso cuando se trataba de la Copa del Mundo. Del Bosque sacaba a Iniesta, el manchego se lesionaba y en su puesto entraba inmediatamente Pedro. Roma, Murcia, Durban… Aquellas escenas parecían reproducirse una y otra vez sin solución de continuidad. Cuando mejor se sentía, aparecían las lesiones. En el debut del Mundial, Andrés regaló dos delicados pases interiores dejando, por ejemplo, solo en el área suiza a Piqué, convertido en inesperado delantero centro. En otra jugada nos devolvió su mejor versión firmando un taconazo mágico. Andrés estaba tranquilo. Se movía bien en el campo, como demostró con un curvado disparo desde fuera del área (casi en el mismo sitio que en Stamford Bridge, en la media luna) usando el interior de su pie derecho, ya en la segunda mitad, poco antes de caer por la dura entrada del jugador suizo.

Sin embargo, ante Suiza, la lesión pareció más grave, sobre todo porque, por un momento, Andrés dio la sensación de que lo engullía la hierba sudafricana, circunstancia que no pasó desapercibida para Michael Robinson, comentarista para Canal+ con Carlos Martínez: “No me gusta la cara de Iniesta”, afirmó el exdelantero del Liverpool. Había que recuperar la rutina de los mensajes de Emili y los masajes de Raúl, la terapia psicológica y física, la confianza ciega en que habría un día en que no caería Iniesta. “Recuerdo llegar al campo y verlo tocándose atrás.”

—Parece un golpe, Andrés —le dice nada más llegar Celada, uno de los médicos de la selección.

—No, no, doctor. Me ha dado un calambrazo atrás —le responde el jugador, asustando así al médico, que ve desfilar por su memoria el inacabable capítulo de lesiones musculares que han sacudido a su paciente—. Es una especie de calambre, doctor —insiste Andrés.

—¡Vaya! Salimos caminando poco a poco del campo. Sin prisas, Andrés, ¿vale? —contesta Celada.

“No vamos a dar bandazos, seremos fieles a nuestro estilo. La tarea de un seleccionador debe ser escuchar a la gente, pero manteniéndose fiel a sus criterios”, sostuvo Del Bosque.

Resignado a que no jugaría contra Honduras porque para ese partido apenas quedaban cinco días, el cuerpo técnico de la selección confió en poder contar con Iniesta para el también decisivo partido contra Chile. Al seleccionador, hombre de profundas convicciones, le tocaba aguantar la crítica por la derrota ante Suiza por 1-0. “No vamos a dar bandazos, seremos fieles a nuestro estilo. La tarea de un seleccionador debe ser escuchar a la gente, pero manteniéndose fiel a sus criterios”, sostuvo Del Bosque. “Ha sido una desgracia futbolística que no te explicas ”, se lamentó Xavi.

La frustración es doble para Andrés, por la derrota y por la lesión, que no se produce igual en Barcelona y en Sudáfrica. Tan delicada es la situación que se decide no hacerle pruebas médicas y los doctores aseguran que se trata de un fuerte golpe, sin más. No quieren ir más allá, convencidos de que, si le muestran una imagen más de la zona afectada, puede ser su final en la Copa. “No hay que hacer medicina sólo a partir de las imágenes —explica Raúl—. A veces anticipas, arriesgas, necesitas ser intuitivo a fin de que el jugador no se obsesione con la lesión.”

“Entre los partidos de Suiza y Honduras, lo pasé muy mal. Muy mal”, recuerda Andrés, entonces entregado a una rehabilitación que pasaba necesariamente por acostarse con el vídeo de Emili, la historia de una superación de la que naturalmente también él era protagonista, y levantarse en la camilla de Raúl. Y fue en aquel confesionario, allí donde los jugadores se desnudan y cuentan sin abrir la boca sus secretos, frustraciones y angustias, sólo perceptibles por las manos del fisioterapeuta, donde escuchó un clic, se sintió diferente y necesitó ponerse a prueba a escondidas en aquel pasillo del hotel de Johannesburgo la víspera del duelo con Honduras. “Sí, Raúl dio con la tecla, lo noté”, dice Iniesta.

“No, no fue nada fácil entrarle y entenderlo es difícil, a veces pienso que no lo acabo de entender, Iniesta es abstracto —continúa Raúl (fue Puyol quien le aconsejó que tratara a Andrés de determinada manera)—. ¡Tienes que cogerlo! Y, en cuanto lo tienes, verás que es un enigma, nunca sabes qué piensa, vive en su mundo, como si estuviera desconectado, de entrada desconfiado. No se puede entrar en su cerebro. Y lesionado es un ansias. Lo cierto es que es un reloj suizo y los dos sabemos cómo funciona, cómo responde, hemos aprendido qué ajustes son necesarios o, por decirlo de otra manera, Andrés es un mecano sensible. Ahora había que rearmonizar su cuerpo. Y eso fue lo que hicimos.” Eso ocurre en Sudáfrica mientras desde Barcelona le llega una frase que le retumba de tanto oírla: “Andrés, hay que respetar el reloj biológico. Hay que respetarlo siempre ”. Emili no se cansa nunca de repetir ese mensaje.

Nueve días más tarde, el 25 de junio, después de la derrota en el estreno con Suiza, Andrés celebraría una doble victoria: España ganó a Chile con un gol suyo incluido, después de una asistencia de Villa (el fútbol al revés) y acabó el partido con aquella sonrisa de niño travieso, de quien no ha roto un plato y, sin embargo, es capaz de armar una muy gorda cuando se celebra una buena victoria, con el Barça o con la Roja.

No hay mayor triunfo para Andrés que enfilar cansado el túnel de vestuarios tras noventa minutos de fútbol. Si se cumplen sus tradicionales predicciones aún se siente más victorioso.

No hay mayor triunfo para Andrés que enfilar cansado el túnel de vestuarios tras noventa minutos de fútbol. Si se cumplen sus tradicionales predicciones aún se siente más victorioso: “Víctor, hoy marco. Y si marco, te lo dedico”, le musitó a Valdés, su compañero de autobús, camino del estadio de Pretoria. Las mejores victorias ayudan a contar buenas historias, por más mínimas que parezcan, como la trayectoria que siguió la selección hasta llegar al campo: “En ese autobús se podía cortar el silencio”, reveló Del Bosque, consciente de que la selección se jugaba el futuro en el Mundial. La tensión y la concentración colectivas eran máximas y la intimidad era estrecha: Andrés cuchicheaba con Víctor, el chico que lo protegía en la Masía, el jugador a quien el fútbol le dio la justa oportunidad de figurar en la lista de los 23 elegidos precisamente por la influencia de los azulgranas ante Del Bosque.

A mayor exigencia, mejor es la respuesta de Andrés cuando se siente bien y presiente lo que va a ocurrir en el partido, capaz incluso de anunciar a Valdés que le dedicará un gol, una promesa especialmente arriesgada en un futbolista muy selectivo con sus dianas. La jugada nació y acabó en sus botas: robó la pelota, combinó con el Niño Torres, se apoyó en Villa y disparó a la red chilena. Un tiro con la derecha, como debe ser, su pierna buena, definitivamente curada, impredecible para porteros tan sagaces como el chileno Bravo, un guardameta que terminaría siendo compañero suyo en el Camp Nou. No era un gol cualquiera, porque en la temporada 2009-2010 sólo había anotado otra diana en 42 partidos con el Barça. Tan dramático fue aquel curso que terminó con Andrés jugando sólo cinco minutos en la última jornada, cuando el equipo de Guardiola logró la Liga en el Camp Nou ante el Valladolid. Cinco minutos de premio, de homenaje, de estímulo.

Andrés ya no se tocaba la pierna, sino que se miraba las botas, no recordaba los partidos jugados, sino los que faltaban por disputar, contaba los días que quedaban para la final después de aquel clic y de aquella carrera a oscuras en Johannesburgo. Ya no quedaba ni rastro de la “rajadita” en el muslo derecho tan bien cuidado por Raúl. “Muchos de los problemas en el isquio eran derivados de la lesión que me hice por jugar la final de Roma”, confiesa Andrés. Hasta él, sin ser médico, como si de una fusión de Raúl y Emili se tratara, conoce su cuerpo y sus músculos. “Fueron muchos meses, muchos… Pero cuando Raúl dio con la tecla y liberó esa zona, todo empezó a funcionar”, cuenta Andrés, un hombre que siempre se expresó a través de la pelota, nunca con palabras ni gestos, un hombre que para sentirse futbolista precisa que su cuerpo esté en forma, estable, armonizado, como si fuera un bailarín. Habla con el balón.

“Si me siento bien, ya está… Lo demás, funciona.” No hay término medio con Andrés, indestructible cuando sana, frágil mientras está lesionado, incluso trágico: “¿Por qué me tuvo que pasar ahora, justamente en el momento en el que estaba tan bien?”, se pregunta cada vez que cae, como si no existieran lesiones leves o graves, exigente como es con el cuidado de su cuerpo.

El viaje de Pretoria a Johannesburgo era bastante cómodo. La “rajadita” había desaparecido, cicatrizado ya el músculo y cicatrizada, al fin, su memoria. Ciudad del Cabo (las portadas del triunfo sobre Portugal fueron para Ronaldo y su mal perder), Johannesburgo (en Ellis Road el placer fue saber que el portero suplente, Reina, fue capaz de ayudar al capitán Casillas a detener un penalti decisivo) y Durban, el retorno al punto de partida, eran simples etapas para Andrés. En Durban, el 16 de junio, fue donde se lesionó ante Suiza poco antes de que Del Bosque proclamara que si pudiera volver a ser futbolista le encantaría “reencarnarse en Sergio Busquets”, y en Durban fue también, el 7 de julio, donde disfrutó tras aquel imponente gol de Puyol que abría la puerta a la final de un Mundial, el partido con el que ni sueñan los futbolistas por lo difícil que resulta llegar hasta allí.

—Por favor, Xavi. El siguiente córner me lo pones ahí, ¿vale? —le dijo el capitán al volante del Barça.

—¿Pero cómo te lo voy a poner en el centro? ¡¿No ves cómo son los alemanes de altos?! —le respondió Xavi.

—¡Déjate de hostias, Pelopo! Tú me la pones ahí en medio, en el punto de penalti. ¿No ves que ellos están parados? —insistió el defensa.

—Sí, claro. ¡Como si fuera tan fácil! —protestó el centrocampista.

—Si no me la pones ahí, no subo más —sentenció el central.

Las cámaras de televisión captaron el airado gesto de Puyol hacia Xavi cuando, en el descanso del EspañaAlemania (0-0), se metían ambos en el vestuario. Iba refunfuñando Xavi con su frase final: “¡Como si fuera tan fácil!”.

Fácil no lo era y menos aún con ese maldito Jabulani, un ingobernable balón de playa convertido en la pelota oficial de un Mundial. La duda duró hasta que llegó el primer saque de esquina y Xavi se fue hacia el córner derecho del marco de Neuer. “Vale, ahora te la pongo, Puyi.” A su lado tenía a Iniesta, bastante cerca, a unos cinco o seis metros, no más. Aunque Andrés no lo supiera, su función era engañar, practicaba una maniobra de distracción para el plan de XaviPuyol. Quería Xavi que Alemania entendiera que España iba a lanzar el córner en corto, como solía hacer el equipo, un prólogo para construir la segunda jugada y sacar a los gigantes germánicos de su cueva. Una jugada de manual en el libro del Barça y de la Roja. Pero todo quedó neutralizado por la terca voluntad de Puyol y la comprensión de Xavi.

En la Roja, al igual que en el Barça, el juego es precisamente una cuestión de tiempo y espacio, de un segundo y de un centímetro, y, sobre todo, cuestión de velocidad de ejecución más que de anticipación.

El Jabulani obedeció al pie del maestro y voló directamente hacia el punto de penalti. De la bota de Xavi a la cabeza de Puyol. Sin intermediario alguno. Y, entonces, el central catalán se levantó un centímetro más y acudió un segundo antes que cualquiera de los ocho defensores alemanes que cubrían a los cinco atacantes de España. Ya se sabe que en la Roja, al igual que en el Barça, el juego es precisamente una cuestión de tiempo y espacio, de un segundo y de un centímetro, y, sobre todo, cuestión de velocidad de ejecución más que de anticipación. Hay que pensar rápido y llegar antes que el contrario y, si es preciso, incluso que tu propio compañero. Puyol se llevó por delante en su salto a Piqué (“iba a rematar yo, pero en ese momento me pasó él, pensé que era un avión”, bromeó después Gerard) y conectó un testarazo tan imponente, por fuerte y preciso, que sólo podía acabar en gol. Dos segundos para meter un gol histórico. De la bota de Xavi a la red de Neuer. España no había marcado ni un solo gol en el Mundial en acciones a balón parado. ¿Después? Tampoco

“Te juro que cuando iba a sacar el córner, pensé: ‘Será gol, seguro que sí’ —repite Xavi cada vez que se le recuerda la jugada—.‘¡ Búscala Puyi! ¡Búscala! Y ya verás cómo será gol’.” Y, naturalmente, aquello fue gol después de que Villa estorbara a Neuer y Piqué se batiera con las torres de Alemania, una acción de estrategia que los azulgranas habían perfeccionado en el 2-6 al Madrid.

El gol más importante en la historia de España

—¿Pero cómo te portas así con mi país? ¿Por qué? ¿Qué te habíamos hecho, eh?

La pregunta sonó áspera, incluso desagradable, propia de un grosero, alejada de cualquier ironía en boca de aquel engreído que pasaba junto a la mesa de un hotel lujoso de Johannesburgo, cuarenta y ocho horas antes del partido más decisivo que pueda jugar un futbolista. Allí sentados estaban Puyol, su hermano Josep y su amigo Javi, Iniesta y el agente de los dos futbolistas, Ramon Sostres. Los cinco levantaron la cabeza sorprendidos y vieron la figura de un arrogante alemán dirigiéndose al capitán del Barça.

Se trataba de Lottar Mathäus, un bávaro que había disputado nada menos que cinco mundiales y había alcanzado una estrella en Italia 90, un currículo intimidatorio ante el reto inédito que afrontaba la Roja.

—Nada, no he hecho nada. Sólo era un golecito, un cabezazo —respondió Puyol.

Igual de rápido que marcó, igual de rápido respondió el defensa azulgrana con una delatora sonrisa presidiendo su melenudo rostro.

—¡Tranquilo, tranquilo! ¡Qué tengáis mucha suerte en la final! —intervino el alemán.

Mathäus se marchó con una sonrisa, la misma que recorrió aquella mesa, interrumpida la conversación por una frase que, a bote pronto, había sonado a desafío y después pareció ser una felicitación, mitad en broma, mitad en serio. No es fácil para los latinos descifrar a los alemanes.

—¿Te das cuenta, Carles, te das cuenta de que has marcado el gol más importante del fútbol español y eso lo sabe todo el mundo? —comentaron los interlocutores de Puyol.

—Ojalá lo sea sólo hasta el domingo —respondió el goleador—. Sólo hasta el domingo.

—Tranquilo, Carles, de eso me encargo yo. No te preocupes.

De golpe, las miradas se dirigieron a la cara de Andrés, sorprendidos los contertulios por la contundencia de su frase y, al mismo tiempo, esperanzados porque, cuando se suelta con afirmaciones tan rotundas, Iniesta siempre acierta. Cuando todo parece fácil, él alerta de los riesgos; cuando todo parece complicado, él anuncia la llegada de un futuro mejor.

—¿Crees en el destino, Andrés?

—¿Por qué lo preguntáis?

Andrés no suele marcar muchos goles, pero ha sido el protagonista de dos de los más celebrados y decisivos en el Barça y en España.

Andrés no suele marcar muchos goles, pero ha sido el protagonista de dos de los más celebrados y decisivos en el Barça y en España. Iniesta desmontó los cimientos de Stamford Bridge con un tiro tan ajustado a la cruceta que ni siquiera las manos de un gigante de dos metros como Cech pudo detenerlo y, en la final de Johannesburgo, batió a Stekelenburg.

—Lo del destino es una palabra muy compleja. Será el destino… Me tocaba estar allí y allí estaba.

Lo dice como si hubiera pasado casualmente por el Soccer City, como si en otra jornada laboral hubiese tenido el capricho de visitar Londres.

Si se había recuperado en Sudáfrica, no era precisamente por casualidad, a pesar de haber llegado a pensar que no volvería, razón que explicaría aquella relajación que sentía ahora y que le permitía intervenir con gracia en cualquier tertulia, disfrutar cada noche del vídeo terapéutico de Emili y brincar entusiasmado hacia la camilla de Raúl.

Así llegó Andrés al partido de su vida, al reencuentro con su destino, como si emprendiera un viaje hacia el pasado rescatando la infancia perdida en el patio de Fuentealbilla. No había por aquel entonces en su pequeño pueblo ningún campo de fútbol. Tampoco Andrés lo necesitaba. Le bastaba con la “pista”. Y la pista era su Maracaná, el estadio de sus sueños, el lugar donde tramó los mejores regates y dibujó jugadas imposibles.

Un patio, dos porterías de balonmano y un gigantesco árbol que casi ocupaba un cuarto del terreno de juego. Cemento armado, resquebrajado por el paso del tiempo. Aquél era su estadio preferido, allí era donde vivía de verdad, por más que se pasara muchas horas de estudio en el colegio y en el coche de su padre camino de Albacete. “Allí había jugado muchas finales de mundiales, eurocopas, champions, ligas…”, cuenta Andrés.

“No, no pensé en todas esas cosas”, dice un poco despistado al recordar los minutos previos a su aparición planetaria, ya caída la calurosa noche sudafricana y con el mundo del fútbol pendiente de un partido anómalo, porque la Holanda de Sudáfrica se parecía a la vieja y furiosa España, y España era más que nunca Holanda, aquella selección que con el fútbol total conquistó el juego en 1974 después de perder la final con la Alemania del káiser Beckenbauer. Las camisetas se habían intercambiado desde la llegada de Luis Aragonés y Del Bosque a la Roja: el equipo del toque, del pase, del control, para suerte por fin de los centrocampistas españoles y, naturalmente, de Iniesta.

Andrés llega al vestuario, se sumerge aún más en su mundo y sólo aparece un instante para acercarse a Hugo Camarero. Tiene algo que decirle a uno de los asistentes de la Roja, uno de los preparadores físicos, uno que tiene manos de seda para apaciguar cuerpos doloridos. Y, en el vestuario, escucha a Iniesta decir: “Oye, Hugo, por favor…”.

Hugo, enredado en el trajín previo a cualquier partido, y aquel partido era la final de un Mundial, pues… atendió a Andrés.

“Primero me mandó hacer una camiseta Jesús Navas, quiero decir una camiseta con dedicatoria. Después, vino a verme Andrés, él se estaba tratando con Raúl y no sé si vio la camiseta de Jesús. En una caseta, antes de cualquier partido, imagínate en la final de un Mundial, pasan muchas cosas. Tratamientos, vendajes, masajes…”

Se acercó Andrés.

—Oye, Hugo, por favor, hazme una camiseta para Jarque.

—¿Qué talla quieres? ¿Grande? ¿Pequeña? ¿Manga larga? ¿Manga corta? ¿Tirantes? Corta. Vale, tranquilo, cuando subas del calentamiento, la tendrás en tu sitio. No te preocupes, Andrés.

—Pon, por favor, “Dani Jarque, siempre con nosotros”, y que se vea bien por delante.

—Tranquilo, la tendrás en tu sitio.

Andrés se fue a calentar. También Hugo debía bajar al césped del Soccer City para ayudar a Javi Miñano, el preparador físico de la selección, a hacer el calentamiento, pero antes tenía algo que hacer.

“A todo correr, me voy a buscar a Joaquín, uno de los utilleros de la selección: ‘¡Toma, Hugo! La de tirantes’.” ¿Pero quién le dio el rotulador? “También fue Joaquín. Ellos llevan siempre porque se necesitan para las hojas de las faltas, de los córneres que ponía Toni Grande a los jugadores antes de cada partido, pero Joaquín, no me preguntes por qué, ya se olía algo. ‘No lo gastes mucho, no gastes demasiada tinta. Luego, necesitaremos ese rotulador, ya verás’, me dijo.” Cada vez que marcaba con acelerada paciencia las letras, la mirada de Joaquín se agriaba. Temía quedarse sin la tinta necesaria. “Como soy bastante meticuloso, iba marcando cada letra con fuerza, gastando demasiada tinta para los deseos de Joaquín. Quería que se leyera bien. Que se viera todo perfecto.” Hugo actuaba con una fe inquebrantable, convencido de que esa camiseta la vería todo el mundo.

Andrés ya calentaba sobre el césped y Miñano estaba echando de menos a Hugo, pero éste todavía no había terminado.

—¡Venga, Hugo, acaba ya!

Entre la prisa que le metía Joaquín y la presión que sentía él, no había demasiado tiempo para entretenerse. Acabó pronto. “Quizá seis o siete minutos. No mucho más.” Cuando Andrés volvió, la camiseta ya estaba en su sitio.

“Creo que no me dijo nada, quizá hizo un gesto. Ya sabes cómo es Andrés. Habla más con gestos o miradas que con palabras. ”

Acabado el calentamiento, volvió Hugo al vestuario y se hizo el silencio. Regresó Andrés y se encerró en sí mismo. De repente, todo resulta muy sutil, como si un delicado equilibrio de susurros, miradas y gestos se impusiera antes del partido que sabían más importante de sus vidas. Nadie lo vio enfundarse esa segunda piel bajo la camiseta azul de la Roja. Tampoco se fijaron sus compañeros en que Andrés, supersticioso y hombre de rutinas, había cortado las mangas. No le gusta jugar con manga larga.

“Sí, es verdad. Recuerdo que aquel túnel era muy largo, aquel túnel del vestuario al césped era en pendiente. Veías la luz al final. Daba la sensación de estar entrando en el Coliseo. No ves nada de la grada hasta que no llegas al final.”

En ese túnel, Andrés, ya con la camiseta blanca de tirantes y las letras de Hugo bajo su piel azul con el seis de España, siente algo en su interior. ¿Miedo? No. ¿Angustia? Tampoco. ¿Nervios? Quizá. ¿Inseguridad? Tal vez. Baja el túnel intranquilo.

“Todavía hoy, cuando veo esa fotografía se me ponen los pelos de punta. ¡Imagínate él! Veo ese mensaje y se me amontonan miles de flashbacks. Y pienso en todo lo que sufrió en ese Mundial —cuenta Hugo—. Y sufrió mucho. Contando la preparación previa, cincuenta y cinco días. Días y noches de tratamiento. A veces, no sólo con Andrés, hasta las cuatro de la madrugada. Mira lo que le pasó en Murcia antes de viajar a Sudáfrica: Andrés estaba bien y lo cazaron. Mira lo que le pasó con Suiza, volvía a estar casi del todo bien y… otra vez, vuelta a empezar. Y, cada mañana, la misma escena. ‘A ver, ese buenos días de Andrés, ¿cómo es?’ Tampoco necesitamos muchas palabras. Creo que hizo más sesiones de entrenamiento conmigo que con el grupo. Y me bastaba con que sonriera. Un simple gesto era suficiente. Había noches en que rezaba más que dormía. Rezaba para que a la mañana siguiente sus buenos días fueran tranquilizadores.”

Los auxiliares de la selección trabajaron con la máxima prudencia y procuraron que a Andrés no le faltara nada. Antes de ir a Sudáfrica, la Federación levantó incluso un gimnasio en la Ciudad Deportiva de Las Rozas con máquinas muy especiales. “Trajimos para Xavi y para Iniesta las mismas que usaban en el Barcelona —explica Hugo—. Y luego presionamos para que se llevaran algunas similares al Mundial, hasta la misma cinta de correr para Ramos.” Como muchos jugadores, Andrés es muy supersticioso, muchísimo, pero todo aquello iba más allá de la simple superstición.

Un día en que trabajaba en el campo con Albiol, el doctor de la selección pisó el césped acaloradamente al grito de “ve con Andrés a hacer los ejercicios de siempre; ve ahora y luego vuelves con Albiol, por favor”. No podía esperar el paciente, seguro de que si repetía, día tras día, las mismas rutinas, habría un momento en que todo su cuerpo quedaría sincronizado. Por eso dejó Hugo todo lo que estaba haciendo y se marchó al encuentro de las piernas de Andrés. No era cuestión de romper la rutina. Ni la superstición.

“Teníamos que manejar muy bien todos los procesos con Andrés, las pruebas que le hacíamos, la información que le dábamos. Todo tenía que ser superpositivo. Recuerdo, por ejemplo, a Raúl repitiéndole siempre el mismo mensaje para que no hubiera dudas: ‘Tranquilo, Andrés, esto está muy bien’ —cuenta Hugo—. Y no, Andrés no estaba bien. Estaba mal, pero, por muy mal que estuviera, teníamos que ser muy positivos.”

En decenas de esos pequeños detalles vividos en cincuenta y cinco días iba pensando Hugo mientras bajaba el largo túnel del Soccer City. Feliz porque Andrés había encontrado aquello que había pedido. Y sin que él notara las prisas, la tensión y los nervios de Joaquín —“¡termina Hugo, termina Hugo!”—, cuando pasaba, sin mirar, junto a la Copa que acabaría besando aquella noche. “Y no sé qué fue de aquel rotulador, sólo recuerdo que lo devolví un poco enfadado, eso sí lo recuerdo”, dice Hugo.

Hay que ver primero la camiseta de Jesús Navas y después la de Andrés Iniesta. Es el mismo mensaje, pero con distinto destinatario. Jesús se acordó de Antonio Puerta* y Andrés de Dani Jarque. Y las camisetas son también distintas. Jesús lucía una de manga corta, color azul celeste. ¿Y Andrés? Todo el mundo lo sabe. Blanca y de tirantes. “La letra es igual. El lema es igualito. ” Ambas llevan la firma de Hugo.

( *Antonio Puerta - Jugador del Sevilla muerto en 2007 tras sufrir un paro cardiorespiratorio durante un partido.)

“¿Por qué no lo pensé antes? Pues no lo sé. ¿Inspiración? Tal vez. No soy de pensar en muchas cosas”, cuenta Andrés.

No sabe, no contesta. Armonizado su cuerpo, los días anteriores a la final, Iniesta se dedicó a asuntos como lograr que sus amigos del alma (Jordi, Joel, Sesi, Alexis) llegaran a tiempo para presenciar la final.

“No pienso en la camiseta cuando marco el gol. Es algo instintivo. Marcas y te la quitas inmediatamente después. Si lo piensas, no sale tan bien. Salió clavada, limpia, perfecta, no se me engancha en ningún momento, ni se cae… Ni me caigo yo. Salió de cine.”

La letra de Hugo había dejado de ser anónima y el mensaje de Andrés sacudió millones de corazones encogidos aún por ese gol que jamás olvidarán. “Yo vi el gol de manera distinta a los demás —advierte Andrés al describir el momento del disparo que da un Mundial y termina con las frustraciones seculares de un país—. Cuando recibo el balón no escucho nada. Cuando controlo la pelota, tengo la sensación de que se para el mundo. Sí, sé que es difícil explicarlo. No sentí nada, sólo silencio. El balón, la portería, yo… Un poco antes de que me pasen la pelota doy un paso atrás para no caer en fuera de juego. Sabía que no estaba en fuera de juego, pero lo hice por instinto, tu cuerpo se echa atrás casi de manera automática para evitar cualquier problema. Y luego… Después, el silencio.”

Y el balón, gobernado con dulzura, vuela libre.

“Hay que aguantar, aguardar el momento exacto para enganchar bien la pelota. Tú mandas en ese momento. Allí sólo mandaba yo. El balón era la manzana de Newton. Yo, por tanto, era Newton. Sólo tenía que esperar a que la ley de la gravedad hiciera bien su trabajo. Mandas porque controlas el movimiento, la altura, la velocidad del balón y, por supuesto, la altura de la pierna. En ese silencio eres el único que puede dominarlo todo.”

Así se explica que el autor pueda modificar la obra en función de los acontecimientos: “Mi intención era tirar más esquinado para que no llegara el portero, pero me salió más centrado. Más fuerte, eso sí. No pienso demasiado en lo que voy a hacer. Cuando pienso, pierdo décimas de segundo y no me siento bien. Si piensas demasiado, igual fallas…”.

El remate, más centrado de lo previsto, dobló la mano derecha de Stekelenburg. Arrodillado el meta holandés, superado ya por el balón, Andrés miró hacia atrás esperando que el juez de línea no cometiera ninguna injusticia: él estaba en posición legal, pero, al mismo tiempo, miraba hacia atrás para recordar algo más: “Participé en toda la jugada”.

Iniesta habla con orgullo de su manera de tejer pases desde la zona de Sergio Ramos, por aquel entonces lateral derecho de España, a la de delantero centro, hogar provisional de Fernando Torres, antes de que éste sufra una lesión muscular en la misma final.

El taconazo a Navas; el desmarque para ganar un espacio; la pausa necesaria para convertir todo en el prólogo de una jugada inolvidable… Ahí, en todos esos pequeños detalles, está Andrés. El mismo que no sufre en una angustiosa final que tuvo momentos taquicárdicos también en la portería de España.

Quería protagonismo, me sentía con energía para asumir la responsabilidad. No tenía miedo a nada. Con el balón me veía poderoso.

“Cuando veo a Robben enfilar la portería de Casillas me quedo expectante. Sólo eso. Al final, confías en tu portero, es así de simple. Ahora, después de ver muchas veces esa jugada, creo que Robben tenía mucho campo para intentar regatear a Iker, pero, por suerte, no lo hizo, chutó y se encontró con un inmenso Casillas. Esa parada fue determinante. Además, a medida que iban pasando los minutos, me sentía mejor. Iba a más. Tenía la sensación de que ganaríamos. El equipo se encontraba mucho mejor y yo estaba más fuerte. ¿Cómo se nota? Lo sientes, lo ves hasta en la manera de controlar la pelota. Quería protagonismo, me sentía con energía para asumir la responsabilidad. No tenía miedo a nada. Con el balón me veía poderoso. No, no lo digo por el gol. Eso fue una jugada puntual. Nada más.”

Y nada menos.

“Antes del gol, recuerdo un muy buen control orientado que no pude culminar por muy poco, la jugada en la que expulsaron a Heitinga, también otras dos o tres acciones. Sentía que tenía que dar algo más que el resto para ganar esa final. No me pregunten por qué, pero estaba dentro de mí”, afirma Andrés.

Aquélla no fue una final fácil, ni mucho menos, y no por motivos puramente futbolísticos ni por requerir una prórroga. Andrés entendió desde el primer instante que jugaba miles de pequeños partidos en uno, uno muy especial, tan viejo que arrancaba cuatro años atrás, en 2006.

“Claro que recuerdo las entradas de Van Bommel. ¡Como para olvidarlas! Me pisó a propósito, luego me hizo dos entradas más que eran de tarjeta roja directa… Y, mira por dónde, hasta me podían haber expulsado. ¡Uf! Si me llegan a expulsar a mí… Ocurrió cuando le meto la cadera a Van Bommel y él se tira al suelo como si lo hubiera matado… En aquel momento me daba mucha rabia que me hubiera pisado para hacerme daño. Después, me doy cuenta de que me podían haber sacado la roja y entonces…”

Andrés no puede ni terminar la frase, pero inmediatamente activa el disco duro de su memoria rescatando documentos que avalan ese instante en que ni él mismo se reconoció.

“Nos inflaron a palos en esa final, la entrada de De Jong a Xabi Alonso, las que me hicieron a mí… No, no habría sido nada justo. No suelo perder la calma, es verdad.”

Pero la perdió. En apenas un segundo, Andrés, enredado en ese conflicto con Van Bommel, había dejado de ser Andrés.

El gol no es lo que se ve por televisión. Se parece, pero no es así. Ése es el gol que ve la gente. Desde donde yo estaba, la perspectiva era otra.

A veces da la sensación de que no le tienta hablar, pero, a los pocos minutos de estar respondiendo a preguntas sobre aquel partido, se suelta: “El gol no es lo que se ve por televisión. Se parece, pero no es así. Ése es el gol que ve la gente. Desde donde yo estaba, la perspectiva era otra. La sensación en el campo es irrepetible. Quiero decir que es un gol muy mío, que sólo lo he metido una vez. No sé cómo explicarlo, me resulta muy complicado describirlo. No encuentro las palabras. Todo lo que había a mi alrededor quedó congelado durante unos segundos. Y escuché el silencio… Sí, sé que puede parecer contradictorio, pero el silencio se puede escuchar.”

Aquella camiseta blanca con tirantes escrita con mimo por Hugo, está en la casa de Dani, el estadio de Cornellà-El Prat, allí donde cada partido se detiene cuando llega el minuto 21, el dorsal que llevaba el central del Espanyol. El balón rueda en el césped, pero la gente se olvida del fútbol y ovaciona a Dani, el amigo de Andrés, y así partido tras partido, año tras año.

Y aquella camiseta azul de manga corta, cortada a toda prisa en el vestuario del Soccer City, una verdadera obra de museo, tampoco está en manos de Andrés. “La tengo yo. ¡Bueno, yo no! Ese tesoro está escondido en una caja fuerte —Emili aún sigue alucinado con aquel regalo que le trajo Andrés de Sudáfrica, una camiseta azul que contenía, además, otro tesoro—: ‘¡Nuestro secreto funcionó para ser campeones! ¡Gracias por estar a mi lado! Con cariño, A. Iniesta .’.” No, aquélla no era la letra de Hugo. Aquélla era la letra de Andrés estampada en aquella tela que aún no tenía en el pecho la estrella que acredita al campeón del mundo.

Todos recuerdan y recordarán el gol, pero pocos recuerdan que Andrés jugó seis de los siete partidos del Mundial… y en tres fue elegido por la FIFA como el mejor. Incluida la final, claro.

* Jugador del Sevilla muerto en 2007 tras sufrir un paro cardiorespiratorio durante un partido.

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