_
_
_
_

Ladramos, Sancho

Martin Barraud
Martín Caparrós

LO OIGO y lo oigo y lo vuelvo a oír y me sorprendo –y trato de no manifestar mi sorpresa con un guau. ¿Cuándo fue que empezamos a ladrar entusiasmados? O, mejor: ¿cuándo fue que empezamos a pensar que la mejor forma de expresar nuestro entusiasmo era un ladrido? Ladramos y ladramos, somos una jauría contenta. O, mejor: cuando estamos contentos somos una jauría.

Hay frases que se impusieron respaldadas por una autoridad: millones de personas creen, por ejemplo, que don Miguel de Cervantes escribió alguna vez “ladran, Sancho” –e, incluso, “señal que cabalgamos”–; el pobre manco nunca imaginó semejante horterada, pero se la atribuimos. En el español actual lo que se impone son las onomatopeyas. Guau y guay forman parte de la misma perrera, en la que se ha colado mola y va cayendo chachi. Dicen que un joven hispano actual usa unas 300 palabras. Si descontamos el guau son 299 –y es un justo homenaje: dicen que un perro hispano actual bien educado entiende mil.

Nuestra tradición solía usar a los perros como signos de bajeza. Una vida de perros no es la mejor posible; a los infieles los llamaban perros; emperrarse es obstinarse en imposibles; ni el perro es demasiado poco –y esto por no hablar de las perras y sus equivalencias enojosas. (Alguien, que no soy yo, debería entonces preguntarse qué idea de nosotros mismos nos impulsó a expresarnos como perros).

En el español actual lo que se impone son las onomatopeyas. Guau y guay forman parte de la misma perrera, en la que se ha colado mola y va cayendo chachi.

Los perros ni hablan mucho ni se sabe que piensen: usan el ladrido para funciones que parecen precisas. O alertan o agreden o llaman o piden: no hay construcción, no hay juego, no hay invento. Los hombres, ahora, también usan el ladrido con limitaciones parecidas: decir guau no es manifestar una opinión matizada, abrir debates o intercambios; es producir un gesto primario de admiración o de sorpresa, sin más informaciones ni propuestas.

El fenómeno es nuevo y es cierto que ni siquiera es nuestro: el vocablo llega desde el inglés americano. Wow, lo escriben, y traducimos guau. Es reciente: la Real Academia, tan culipronta hogaño como era reticente antaño, todavía no lo acepta.

Ya llegará: el avance del ladrido se hace incontenible. Es cierto que exclamar no es fácil. Está la línea Albricias-Cáspita-Zambomba, abandonada hace ya tiempo, resto de un mundo donde rimaban bergantines. Está la línea Joé-Coño, que le da a cualquier admiración un tono rústico que quizá no merece. Está la línea Fiu, que renuncia más aún a los placeres de la expresión articulada. Y así de seguido: admirar se nos hace difícil. Pero de ahí a haber creído que para hacerlo tenemos que emperrarnos hay un camino raro. (Alguien, que no soy yo, debería preguntarse si no es el signo más preciso del cinismo de estos tiempos: al fin y al cabo cínico viene del griego kúwv, que se lee kyon y significa perro. Los cínicos eran los perros de su tiempo pero eran perros guardianes: ladraban para alertar, no para admirar).

Admirar es difícil, y más difícil es decirlo. Apartados, desprovistos, huérfanos de nuestra lengua, la ladramos. Somos una coral canina aullándole a una luna que cada vez ofrece más píxeles. Si quisiéramos medir la profundidad del deterioro del idioma podríamos utilizar el Índice de Guau: la frecuencia de su uso en los distintos países hispanoparlantes, en distintos dialectos del castellano, nos esclarecería. Sería una competencia feroz de tan reñida –y millones la mirarían por la tele embelesados, ladrando como personas de estos tiempos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_