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Tribuna
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Votante ‘in fabula’

Los largos meses de negociación sobre la investidura demuestran que hemos pasado de una democracia ‘vocal’ a una ‘ocular’. En ella, el ciudadano está psicológicamente implicado, pero no lleva una vida políticamente activa

EDUARDO ESTRADA
EDUARDO ESTRADA

En el documental de Kent Jones sobre las célebres conversaciones entre Alfred Hitchcock y François Truffaut se subraya que el cineasta británico creó una nueva manera de dirigirse al público: una suerte de estrategia afectiva de envolvimiento psicológico que anticipaba en todo momento las reacciones de la audiencia a los acontecimientos y símbolos desplegados en la trama, haciendo de hecho al espectador copartícipe del filme por la vía de dirigir sabiamente su atención en la dirección más conveniente. Hitchcock hace así del voyerismo el hecho constitutivo del medio cinematográfico. Algo parecido intentan hacer los partidos políticos españoles implicados en las negociaciones de investidura, ilustrando con ello de paso la inquietante mutación experimentada por las democracias contemporáneas.

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Durante estos largos meses, hemos asistido en España a una sucesión, fascinante primero y extenuante después, de performances partidistas concebidas exclusivamente para la mirada del público. Pensemos en las ruedas de prensa de Iglesias, en los viajes de Pedro Sánchez al extranjero, en el encuentro de ambos a las puertas del Congreso. Algo más discretos se han mostrado Ciudadanos y PP, quizá porque el primero ha sido quien más sustancia ha introducido en el proceso, mientras el segundo ha optado por hacer de la inacción una eficaz forma de actuar. Nuestros actores políticos han buscado ante todo el efecto sobre el público para fortalecer su posición en las negociaciones y en unas nuevas elecciones cuya celebración aún parece, asombrosamente, probable. De ahí el tono doliente, las decepciones mayúsculas, las cesiones generosas: un melodrama digno del cine mudo. En la democracia posfactual, el sentimentalista es el rey.

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La democracia es, en la práctica, un régimen de opinión tanto como de afectos. Por un lado, se asienta sobre el juicio político de los ciudadanos, llamados a votar de forma periódica mientras expresan de forma constante sus opiniones sobre la acción de gobierno a través de los mecanismos informales de la opinión pública. Por otro, dado que los ciudadanos carecen en su mayoría de fuertes competencias políticas, sus preferencias se expresan como opiniones de fuerte contenido emocional: de ahí que el ciudadano de una democracia sea susceptible de influencia. El protagonismo adquirido por los medios de comunicación durante las últimas décadas a la hora de articular la relación entre representantes y representados, que ha aumentado el poder informal de estos sobre aquellos, está acentuando la tendencia que nos convierte en algo distinto: en espectadores. La lucha por el poder se desarrolla ahora bajo la mirada del público en el espacio construido por los medios. Se pone así de relieve la medida en que la democracia ha ido otorgando cada vez mayor protagonismo a la mirada del ciudadano/espectador.

La suposición de que los actores políticos ignoran la opinión ciudadana es un cliché sin fundamento

Jeffrey Green, autor de un notable libro sobre este fenómeno, lo resume así: “La vasta mayoría de nuestra experiencia política, sea como votantes o como no votantes, no consiste en tomar decisiones y ejecutar acciones políticas, sino más bien en observar y escuchar a otros que se encuentran activamente comprometidos en esas tareas”. La mayoría de los ciudadanos, durante la mayor parte del tiempo, “no son decisores que se relacionan con la política con sus voces, sino espectadores que se relacionan con la política con sus ojos”.

De ahí que, a su juicio, no tenga demasiado sentido seguir hablando de la vox populi: ¡lo relevante son los ojos del pueblo! Pasaríamos entonces de una democracia vocal a una democracia ocular. Otros autores han puesto de manifiesto que la narratocracia que privilegia la verbalidad casa mal con nuestra condición audiovisual contemporánea. El ciudadano ocular se relaciona con la política primariamente como espectador: está psicológicamente implicado, pero no lleva una vida política activa. Solo una minoría sale a la calle a manifestarse, aunque sean muchos los que comenten la actualidad política a través de las redes sociales. Sin embargo, el ciudadano ocular es decisivo. Ante todo, mediante el voto que pone y quita Gobiernos; pero también mediante el apoyo que presta o retira a Gobiernos y políticas públicas concretas durante las legislaturas, circunstancia que los Gobiernos tienen en cuenta debido a su natural deseo de ser reelegidos. La idea de que los representantes hacen y deshacen sin importarles la opinión de los ciudadanos es un cliché sin fundamento.

El ciudadano ocular es un espectador que participa en la creación del objeto político mediante la atención que presta a la escenificación de los líderes. Desde este punto de vista, el ciudadano/votante actúa como un lector de literatura modernista: cocreando la obra en el acto de su recepción. El fallecido Umberto Eco, en su Lector in fabula, hablaba de los “movimientos cooperativos” que el lector debe efectuar cuando se ocupa de un texto, a fin de actualizar su contenido. Ya que sin lector no hay libro, pero sin un lector cooperativo no hay libro tal como lo ha concebido su autor. “Un texto quiere alguien que lo ayude a funcionar”, sigue Eco. Que exista o no ese lector modélico, sin embargo, no depende solo del azar sociológico: el autor mismo lo construye a través de su texto, cuando exige del público determinados esfuerzos interpretativos. Si aplicamos esta tesis al funcionamiento de las democracias, el problema es evidente: al líder le conviene seducir al votante a través de su dramatización, no dotarle de las competencias que le permitan desenmascararlo.

Desde las elecciones estamos asistiendo a ‘performances’ concebidas para la mirada del público

Al poner la publicidad por delante de la deliberación y la negociación, los líderes en las democracias oculares se adhieren de facto a una concepción plebiscitaria de la democracia. Ya que lo que en ellas cuenta es el efecto sobre el público antes que la calidad de los resultados o la construcción del consenso. Esto implica que la primera cualidad del representante político será la capacidad para la escenificación y la persuasión retórica: la “representación” en sentido teatral. Haciendo uso de ellas, el líder intentará establecer una relación directa con los ciudadanos a través de los medios, apoyándose en las redes sociales y su efecto de proximidad emocional. Esta relación opera en el nivel “sensacional” de las impresiones preconscientes e influye sobre la formación de emociones políticas de adhesión o rechazo. De donde se sigue que cuanto más se apoya la práctica de la democracia en su aspecto ocular, redes incluidas, más plebiscitario es también su funcionamiento. No se trata de una tendencia a la que dar la bienvenida. Recordemos que el voyeur es esclavo de quien se ofrece a su mirada y no al revés. Salvo que la representación sea tan pobre que el espectador termine cambiando de canal.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. En otoño publicará La democracia sentimental (Página Indómita).

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