Contra el silencio masculino
Hace diez años, el lúcido y comprometido José Saramago lo advirtió con clarividencia: mientras que los hombres no nos rebelemos contra el machismo y las violencias que genera, las mujeres continuarán siendo las subordiscriminadas, las más vulnerables, las principales víctimas de todos los conflictos. En esta década algunos (nunca somos muchos, me temo) hemos seguido al compañero Saramago, han ido surgiendo iniciativas marcadas por la búsqueda de una nueva masculinidad, han aumentado en los medios la presencia de hombres que ya no tienen reparo en calificarse como feministas y en asumir el género como categoría sin la que no es posible entender las relaciones sociales.
En estos años se han consolidado asociaciones como AHIGE (Asociación de Hombres por la Igualdad de Género), diversas redes y foros de hombres por la igualdad y, poco a poco, también algunos ámbitos científicos; y en menor medida, los estrictamente políticos han ido asumiendo que los hombres también tenemos género. Incluso hemos conseguido vencer las iniciales y lógicas reticencias de muchas mujeres feministas que nos contemplaron con desconfianza y que pensaron que perseguíamos ocupar su espacio y liderar lo que solo a ellas les corresponde.
Sin embargo, lo que pensábamos que era un proceso imparable ha sufrido en los últimos años un más que preocupante retroceso, lo cual demuestra que en materia de igualdad nunca debemos bajar la guardia. Con el pretexto de la crisis económica, las políticas igualitarias han pasado a un segundo plano, cuando no han desaparecido, lo cual a su vez ha abonado el terreno para que las posiciones machistas de siempre y las neomachistas de ahora se sientan legitimadas. De esta manera, la perversa alianza entre patriarcado y neoliberalismo está reforzando el sistema sexo/género y, en consecuencia, los privilegios masculinos y la paralela vulnerabilidad de las mujeres.
En este contexto es más necesario y urgente que nunca que los hombres abandonemos la cómoda posición que nos otorgan los dividendos patriarcales y que nos rebelemos contra los códigos de silencio que alimentan al monstruo. Es decir, hemos llegado a un punto de inflexión en el que no basta con una actitud pasiva y políticamente correcta —“los machistas son los otros, no yo”—, sino que se impone un doble compromiso a los hombres que de verdad nos sentimos interpelados por la igualdad, o lo que es lo mismo, por la verdadera democracia. Todos hemos de implicarnos en un proceso personal de cambio que destierre de nuestras vidas y de nuestro entorno los hábitos patriarcales, de manera que vayamos construyendo un nuevo modelo de masculinidad que prescinda al fin de los atributos que históricamente nos han hecho omnipotentes.
Además, debemos abandonar los silencios cómplices y la tranquilidad que otorga contemplar las desigualdades ajenas desde los púlpitos que nos sitúan por encima de todas las cosas. Ello supone ser militantes contra todas las discriminaciones por razón de género, dejar de ser parte de una fratría acogedora de los machismos cotidianos y, por supuesto, abrazar el feminismo como propuesta ética emancipadora y como proyecto de vida desde que el alumbrar un nuevo pacto entre mujeres y hombres.
De todo ello se hablará en las jornadas que se van a celebrar en Sevilla los próximos 20, 21 y 22 de octubre (Hombres contra las violencias machistas), y cuyo eje será una gran manifestación que recordará la celebrada hace 10 años, que pondrá el foco sobre la necesidad de que los hombres nos hagamos feministas y que con ese arsenal de propuestas éticas iniciemos la urgente revolución que este mundo necesita. Todo ello, insisto, sin ocupar el espacio que por derecho y por justicia corresponde a nuestras compañeras, y desde la complicidad que supone no querer ser los protagonistas de la película sino acompañantes solidarios de todas las que todavía hoy deben luchar para que se reconozca su igual y diferente humanidad. Nos va la vida, y la democracia, en ello.
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