El arte de fracasar mejor
LO HE VUELTO A VER. Ese clásico. El dueño del balón, enojado por no ganar, suspende el partido. Esta vez en la playa, convertida en un escenario de la humanidad. Es fascinante la rapidez con que la gente se despoja de ropa y convenciones nada más pisar la arena. Esta temporada, para mí, la gran novedad es la explosión de tatuajes. Yo, que soy de puerto de mar, me siento acomplejado, como quien lleva una piel de otro tiempo, un pergamino viejo añorante de una sirena, un pájaro o un ancla. Pero tampoco me maravilla lo que veo. Hemos entrado en la fase industrial del tatuaje y hay cuerpos desaparecidos en el propio adorno, donde echas de menos la geografía primitiva. La buena música exige silencios magistrales y en un buen relato es fundamental lo que no se cuenta. En la actual moda tatoo es tal la tendencia a la saturación y extensión de mancha que cuando llegas a la dentadura original te parece una pieza de Marcel Duchamp. En su fase marginal y artesana, el tatuaje desprendía historia y aura. Brotaban laboriosamente en la piel de los perdedores. Ahora son, sobre todo en los deportes, adornos de vencedores. Su único mensaje es el triunfo.
Los chavales que jugaban al fútbol en la playa todavía no estaban tatuados como gran parte de los jóvenes bañistas, chicos y chicas. Y muchos adultos. Al principio, jugaban, se divertían. Había risas y bromas, y nadie hablaba de penalizar los fallos. El campo era la parte más despejada de la playa, con límites difusos, y dos porterías harapientas. Un partido de métrica libre, en el que la misión principal parecía alegrarle la vida a la pelota. Hasta que empezó a imponerse un tono de voz que apelaba al reglamento. Se marcaron líneas y áreas. El juego empezó a enconarse. Los cuerpos se tensaron. Surgieron las órdenes de mando, que no siempre procedían de los más eficaces. Hubo choques. Una atmósfera de sudor y hostilidad. Y entonces fue cuando alguien declaró el penalti.
El que se disponía a ejecutar el máximo castigo tomó distancia e imitó la pose de algún ídolo ante el momento histórico. Por su parte, el muchacho que hacía de portero no parecía consciente del acontecimiento. Tenía el pelo largo y las greñas no parecían molestarle la visión. De repente, se giró, enseñó el trasero, y la pandilla volvió a reír. Fue entonces cuando el ejecutor tomó velocidad y largó un cañonazo. Hubo unanimidad en la playa. Se oyó un colectivo: “¡Fuera!”. Eran unos niños, pero la rabia del tirador no tenía edad. “¡Golazo, fue un golazo por la escuadra!”. No había escuadra. Había trazado él una portería invisible. Enrojecido, no soportó las risas. Si pudiese, habría declarado clausurada la playa. Porque él era el dueño del balón. Corrió a por él y marchó sin mirar atrás, soltando maldiciones que el mar ahogaba.
Apareció pronto otra bola. Y volvió el juego despreocupado. Pero yo me quedé mirando a aquel muchacho que se alejaba con el balón bajo el brazo. Iba del presente al pasado y volvía. No era una excepción ni un bicho raro. Acababa de representar el papel principal. El guion dominante en los deportes, en la política, en los negocios, en las relaciones de pareja. Existir es ganar. Y solo existes cuando ganas. La identidad más ruidosa tiene el formato deportivo, en su sentido más banal. Cuando se pierde, nadie sale a la calle con las banderas y jaleando a su equipo. Y esa mentalidad competitiva va contagiando todo el lenguaje. En este estado permanente de prórroga electoral, los discursos políticos partidarios se asemejan cada vez más a los que caldean los derbis futbolísticos. El objetivo ya no solo es dominar, sino también humillar al contrario.
Y sin embargo, lo mejor de la humanidad, el hábitat germinal del saber, es el fracaso. Samuel Beckett, que siempre iba más lejos, formuló el desafío con una naturalidad sobrenatural: “Hay que fracasar mejor (fail better)”. Nos lo recuerda George Steiner en Un largo sábado, libro de conversaciones con la periodista Laure Adler (editorial Siruela). El gozo de un descubrimiento, al igual que nos sucede con el deseo erótico, consiste en querer empezar de nuevo. Nunca se salda gritando: “¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!”. Lo que él repite a los alumnos: “La próxima vez tratemos de fracasar mejor”. Alguien debería decirle algo así a los dueños del balón.
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