Abanico viajero

Como cada año, cuando llegan los calores desentierro un abanico sencillo, de caballero, que compré hace tiempo en Sevilla. El abanico de caballero es más corto, para que quepa en el bolsillo superior de la chaqueta, de color madera oscura, sin ningún adorno. Si se usa con discreción, no tiene nada de raro ni de amanerado. Aunque en los lugares donde resido no suele verse a un hombre con abanico, cada vez que lo utilizo en público advierto en los demás hombres más miradas de envidia que de reprobación.
Dicho esto, he de reconocer que lo uso poco. O me lo dejo en casa o no me atrevo a abanicarme en público, como si hubiera algo de exhibicionismo en el gesto mínimo y un punto egoísta de refrescarse mientras los demás se asan. Nada de esto tendría interés si el abanico en sí no fuera un extraño artilugio. Para empezar, es uno de los pocos que merecen el nombre antiguo de artilugio y que, como tal, sobrevive en su forma original en una época dominada por la mecanización y la electrónica. Ninguna aplicación del teléfono nos echa aire a la cara y otros aparatos eléctricos o a pilas no caben en el bolsillo.
El abanico es un prodigio de eficacia: la relación entre el esfuerzo y el resultado es muy ventajosa, su coste es mínimo y su uso, elemental. Una prolongación de la mano. Indagando en sus orígenes, la cosa se complica. Wikipedia lo remonta a la noche de los tiempos y atribuye su forma actual a un sabio chino que lo diseñó basándose en las alas de los murciélagos. Siglos más tarde, lo trajeron a Europa los misioneros que regresaban del remoto Oriente.
Utilizado como si fuera un biombo portátil, el abanico era idóneo para el secreteo, las picardías de salón y quizá también para las conjuras. Quizá intervino de tapadillo en la Revolución Francesa
Según esta versión, el abanico sería compañero de viaje de la pólvora, la brújula, el papel moneda y los espaguetis. Mi insondable ignorancia me permite dudar de esta explicación. Creo que hay una confusión inicial entre el abanico y los vistosos plumeros que aparecen en las imágenes antiguas, movidos por esclavos con turbante y taparrabos, unos aparatos de la parafernalia regia que no estaban destinados a refrescar sino a espantar las moscas. El abanico de abanicarse ha de ser un invento posterior y probablemente español.
Un célebre retrato de Velázquez, actualmente en la Wallace Collection de Londres, muestra a una mujer desconocida con un abanico en la mano. No conozco una aparición anterior del abanico en la pintura, y eso me lleva a pensar que el abanico nació aquí y que fueron los misioneros españoles los que lo llevaron a Oriente, donde echó raíces, a costa de perder su identidad y convertirse en un objeto de lo más tradicional.
En el Japón imperial, un auténtico samurái antes se habría echado a la calle sin espada que sin abanico, y en el teatro Noh y el kabuki el abanico desempeña un papel protagonista, aunque su verdadera función, aparentemente ceremonial, escapa a mi comprensión. El protagonista de un cuento de Kawabata asiste a un funeral de cierto empaque y, siguiendo el ritual, antes comparece ante la familia del difunto vestido de luto, con el rosario y el abanico en la mano.
En la Europa galante, que fue una etapa tan gozosa y tan efímera como la Europa de la unidad financiera, el abanico fue prenda de lujo e instrumento de un auténtico y complejo lenguaje. Nada menos. No se me ocurre otro artículo doméstico de la misma categoría (el cepillo de dientes, el llavero, el sacacorchos) que haya llegado a convertirse en algo tan sofisticado y versátil como un lenguaje.
Utilizado como si fuera un biombo portátil, el abanico era idóneo para el secreteo, las picardías de salón y quizá también para las conjuras. Quizá intervino de tapadillo en la Revolución Francesa. Ahora que el bochorno me lleva a recurrir a mi abanico vergonzante, lo miro y pienso en él con admiración, casi con envidia. Por sus orígenes humildes, estaba llamado a ser un simple sirviente del hogar, a acompañar a las mujeres a la iglesia o a sus visitas. Hasta que un buen día, como un héroe de novela juvenil, se escapó de casa y recorrió el ancho mundo y fue guerrero, actor de teatro y cortesano.
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