Las fiestas de pueblo, el último reflejo de la España salvaje
Verbenas, romerías, fiestas de 'prao'... En verano florecen todo tipo de celebraciones en las que, entre feriantes y orquestas, el tiempo parece haberse detenido. Acudimos a las de Llanes (Asturias) y de Vallejo de Mena (Burgos) y analizamos su éxito y su fauna autóctona
"Chaval, para ganar hay que partir el palillo entero", dice el enigmático feriante rodeado de bufandas de fútbol y mastodónticos peluches en su puesto de tiro al blanco. "Mierda", responde el chaval, escopeta en mano, que se postulaba como próximo propietario de un muñeco de Bob Esponja. Mientras tanto el dj de la discoteca Imán calienta el ambiente con algunos de los mejores temas con baile propio de los últimos años: hits inolvidables como el No rompas más mi pobre corazón, de Coyote Dax, el Saturday Night de Whigfield, o la inmortal Macarena de Los del río.
Unas enormes cámaras frigoríficas sobre la hierba, carteles pintados con rotulador y llenos de faltas de ortografía (shanwich)
Las adolescentes con minishorts menean el 'bullate' entre los árboles iluminados por las disco lights mientras los paisanos se aprietan unos cubatas en plástico apoyados en la barra de madera. Un hombre vestido al estilo cow boy se ocupa de los chorizos y costillas a la parrilla humeante, que hoy son cortesía de la carnicería Chechu, sita en la vecina Villasana. Estamos en las fiestas de Vallejo de Mena, un minúsculo pueblo ahí donde se juntan Burgos y el País Vasco. ¡Eeeeee, Macarena, aaaaay!
Las verbenas, las romerías, las fiestas de prao, las fiestas populares florecen por doquier en la España estival en pueblos, pedanías y aldeas, pero también en barrios de grandes capitales como son Lavapiés o La Latina, en Madrid, que acaban de vivir su orgía anual de entresijos y gallinejas urbanas. España entera se va de borrachera, como dice el viejo adagio garrulo. Hoy, cuando el ladrillo fundamental de la realidad es el cupcake, cuando vivimos en un mundo hiperdiseñado, ultraregulado, traspasado por las tendencias, la tecnología y las directrices del ministerio de Sanidad y la Unión Europea, estas fiestas permanecen como un residuo de otro tiempo donde prima la espontaneidad, la algarabía sin complejos, lo cutre, lo kistch, lo popular, el calimocho y el torrezno.
Tal vez sean estos los únicos eventos (con el permiso de las bodas) en los que se consigue tal mezcolanza de personas de toda edad, clase y condición. Los hipsters de la ceja alta dejan atrás sus prejuicios y comulgan con el gusto musical de los aficionados a la pachanga más dura, los abuelos y abuelas interaccionan con los adolescentes (al menos cuando estos dejan el botellón y las droguillas en la penumbra de los alrededores, ocupando así el centro de la fiesta), los críos pululan por ahí hasta altas horas de la noche con sus globos y sus chucherías.
Aquí no hay alta y baja cultura: aquí lo que hay es sano cachondeo. El peón y el señorito vibran al unísono al ritmo de Paquito el Chocolatero. Se hace realidad el sueño de un mundo mejor, de un cosmos en perfecta armonía. Mañana la monstruosa resaca y el status quo volverán a poner las cosas en su sitio habitual.
"Pues yo echo de menos las romerías de antes, todos sentados en la hierba haciendo picnic, sin esta música horrenda", dice una señora en otra fiesta, esta vez la del pueblo de Ferrero, concejo de Gozón, Asturias. No le gusta que no resguardemos bajo una carpa de plástico blanco y nos sentemos en sillas y mesas patrocinadas por el refresco más famoso del mundo. Es otra de las ocasiones en las que me topo con Bob Esponja, ahora en forma de castillo hinchable sobre el que los guajes hacen sus cabriolas. Aquí se celebra, además, una feria del pulpo: una abuela lo va preparando en una olla gigante, y está delicioso.
Llama la atención en las fiestas de prao lo casual de su modelo hostelero: una barra de tablones de madera sobre cajas vacías de bebidas, unas enormes cámaras frigoríficas sobre la hierba, carteles pintados con rotulador y llenos de faltas de ortografía (shanwich), y un cuerpo de camareros amateur, mozos y mozas del pueblo que forman parte de la comisión de festejos. Sidra y precios populares. Deliciosos bocatas rudimentarios. A veces se complementa con una churrería o hamburguesería móvil anunciada con coloridos neones que se aparca al lado de las tómbolas. Si pudiéramos concebir el exacto opuesto de un Starbucks, sería este.
Con tanto jolgorio se hace necesaria la evacuación fisiológica. Pero aquí no hay W.C (peor es si lo hay y tenemos que descender a los dantescos infiernos del váter químico). Hombres y mujeres de todo pelaje se ven igualados por la cita con el pis y rebuscan en los alrededores un muro, un arbusto o un refugio entre dos coches para miccionar sin que nadie les vea, aunque si les ven un poco da igual: estamos en fiestas.
Todo pelaje se ve igualados por la cita con el pis y rebuscan en los alrededores un muro o arbusto
La noche es traicionera: encuentra uno su esquina secreta y en mitad de la faena, en la oscuridad, escucha una respiración profunda, unos gemidos, unos movimientos entre las zarzas. ¿Se trata de un jabalí? La linterna del móvil revela la verdadera naturaleza del monstruo: un ser humano en cuclillas y con los pantalones bajados. He aquí la verdadera condición humana mostrada sin paños calientes (y sin papel higiénico).
Pero lo fundamental en las verbenas es la orquesta. La orquesta de las fiestas es la working class del panorama musical: profesionales como la copa de un pino, preñados de sueños, que se recorren las pueblos dejándose la piel sobre escenarios que, cual Transformers, antes eran camiones. Las orquestas de pueblo cada vez son más profesionales y espectaculares, como se puede comprobar en la gran verbena de la Vega de la Portilla, al lado de Llanes. "La más famosa de Asturias", a decir de los carteles en amarillo chillón que se encuentran por las carreteras (el principal modo de promoción de estos eventos). Este año tocó la espectacular orquesta Anaconda, con un despliegue de medios que, en una foto de móvil, no parece tener nada que envidiar al de Beyoncé.
Los músicos de estas orquestas son también los Rolls Royce de la profesión: cantan, bailan, se cambian de vestuario y lo mismo te hacen un pasodoble, un medley homenaje a Grease o a Michael Jackson, un merengue, un reggaetón, una de Enrique Iglesias o el Sufre mamón de Hombres G. Todo en pos de la diversión.
"Acercaos, quiero oler vuestra colonia, quiero sentir vuestro amooooor", arenga al público uno de los cinco intérpretes, que se acompañan de una sección de viento bailonga y un percusionista que desciende de los cielos sobre una plataforma". "Vamos a darlo todo, que mañana libramos", dice otra de las lozanas cantantes.
Lo mejor es que, de orquestas como esta salieron muchas estrellas, algunas a través de programas como Operación Triunfo, como es el caso de David Bisbal, que pertenecía a la orquesta Expresiones. Después, en el escenario de enfrente toca La última legión, grupo especializado en clásicos del rock en español y que lo sigue petando entre los asistentes. Luego ambos combos harán otros dos turnos, hasta que la mañana asome. "Esto es como el Primavera Sound", dice una chavala que pertenece a una pandilla de pijos con polo pastel y melenita neoliberal.
Al lado baila un grupo de rockeros cuarentones con carritos de bebe incluidos. Y la verdad es que lo parece, aunque ajeno a todo el elitismo que trae consigo un festival indie. Porque esto es pueblo en estado puro.
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