_
_
_
_
MIRADOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Héroes y tumbas

En el Panteón de San Fernando las mujeres notables (notadas) brillan por su ausencia

Vista de los pasillos del Panteón de San Fernando y la tumba de Benito Juárez en la ciudad de México.
Vista de los pasillos del Panteón de San Fernando y la tumba de Benito Juárez en la ciudad de México.Sarumo74 (© Wikimedia Commons)

Llámese turismo necrológico o tanatofilia arquitectónica, pero antes que los grandes museos, antes que los monumentos oficiales o edificios históricos, prefiero visitar los cementerios.

Cuando vuelvo a la Ciudad de México —terrible y hermosa capital tenochca en la que nací— procuro siempre visitar el Panteón de San Fernando. El cementerio abrió en 1832, como extensión de la iglesia franciscana del Colegio Apostólico de Propaganda Fide. En 1860, durante la expropiación de los bienes eclesiásticos, fue declarado propiedad del Estado. En 1870, siguiendo las modas higienistas globales de reubicar los cementerios en los márgenes de los centros urbanos y enterrar a los muertos lejos de los vivos, el presidente Benito Juárez ordenó su clausura. (Luego, en 1872, en un bello acto de incongruencia política, se volvieron a abrir sus puertas —un sólo día— para enterrar ahí al mismo Benito Juárez).

A primera vista, San Fernando parece una materialización de la historia oficial decimonónica y un playground de los fantasmas fundadores de la patria: en sus ampulosos mausoleos neoclásicos rematados con ornamentos de hierro torneado, o bajo pesadas lápidas de mármol de Carrara, están enterrados héroes de la independencia, presidentes, personalidades notables. Todos los “ilustres” son hombres, por supuesto, aunque algunas de sus esposas e hijas yacen junto a ellos. Pero, si se recorre el camposanto con calma y se pone más atención, salta a la vista una “errata” arquitectónica. Entre los nichos marcados con fechas de muertes anteriores a 1870, hay uno que registra las fechas 1877-1928. El nombre inscrito encima de esa fecha es el de Isadora Duncan: madre fundadora de la danza moderna, que murió ahorcada conduciendo un Amilcar descapotable en cuya llanta se enredó la chalina que llevaba alrededor del cuello.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El problema es que Duncan no murió en la Ciudad de México, sino en Niza (de hecho, jamás pisó tierra mexicana). Tampoco murió en 1928, sino en 1927. El nicho es un falso sepulcro; un hueco rodeado de huesos de políticos y militares; una caja vacía en donde no yacen los restos de la bailarina. Es imposible no leer eso como metáfora de algo. O de muchas cosas. Por ejemplo: las mujeres notables (notadas) brillan por su ausencia. Por ejemplo: se insertan en el mundo como excepción, nicho, intrusión. Por ejemplo: son un vacío, un hueco, un eslabón perdido en la cadena continua de la historia.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_