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Tribuna
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Las mujeres de Perú dan un paso adelante

El problema no son las listas, sino cómo las mujeres nos integramos al saber popular, cómo existimos en la vida pública sin ser la parte oculta de la sociedad, la pasiva o parasitaria

Miles de manifestantes contra la violencia de género en Lima el 13 de agosto.
Miles de manifestantes contra la violencia de género en Lima el 13 de agosto.ERNESTO ARIAS (EFE)

Desde la infancia una pregunta me ha asediado: ¿qué es ser mujer? La primera intuición es que podría ser madre (elegir: acoger/rechazar), la segunda, de que poseía un cuerpo y que este sería vivido muchas veces como una carga, en frases de Platón, una prisión. Muchas experiencias han sido brutales, usar falda corta y recibir insultos, soportar los acosos, paralizada por el miedo, sudar frío cada vez que atravesaba una calle solitaria. O tragarme lágrimas negras cuando algún amigo, con la justificación de la bebida o la droga, intentaba violarme. Desde ahí he vivido en guerra.

Pero, además de escribir muchas cosas en la primera persona gramatical, creo que la lucha contra la violencia de género, que volcó a las calles a miles de peruanas y peruanos el pasado 13 de agosto, nos revela una serie de aspectos importantes. El primero es la emergencia de la memoria en un país con espacios en blanco (las estirilizaciones forzadas del gobierno de Alberto Fujimori es una de ellas), donde todo se absorbe en un presente continuo, de espaldas al pasado y un futuro que puede ser percibido como un abismo.

Sin embargo, existe una frágil historia de mujeres importantes, inscritas en una tradición continental, desde las llamadas coyas[1], pasando por Micaela Bastidas, Manuela Saenz, incluso Flora Tristán, hasta Clorinda Matto de Turner, Gabriela Mistral o una más discreta Magda Portal (homenajeada por José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos sobre la realidad peruana). El problema no son las listas, sino cómo las mujeres nos integramos al saber popular, cómo existimos en la vida pública sin ser la parte oculta de la sociedad, la pasiva o parasitaria, en un mundo saturado de testosterona y plagado de guerras que han hecho de la violencia un fetiche viril.

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Vivimos un momento histórico en el cual las mujeres son muchas veces el objetivo de una violencia sin precedentes, ¿por qué? La biología no es un destino, ni sexo ni un determinado tipo de piel, y sin embargo estamos asistiendo a una biologización social acelerada, rasgos étnicos, modales, incluso el empleo del idioma, dibujan un mapa de la dominación[2]. Cada persona es encerrada en su sexo y origen naturalizando categorías culturales serviles, racistas y, sobre todo, misóginas. El problema de la violencia de género en el Perú tiene que ver con un entramado cultural, occidental y andino (¿podemos olvidar el dicho popular que se ha filtrado a través de los años disfrazado de verdad nacional de: más te pego más te quiero?), que mantiene el impacto “hipnótico de la dominación”, como lo llamaba Virginia Woolf y le quita a la mujer su rol protagónico en la sociedad y en la historia. La iglesia lo prohíbe y muchas mujeres obedecen, pero también la sociedad civil. El patriarcado no va a cambiar porque la transmisión simbólica se garantiza a través de una educación conservadora que hace circular los mismos modelos (exitosos) de mujeres y hombres.

Las mujeres son entonces muchas veces una mercancía, efigies de un partido político o símbolos ficticios de cambio en un modelo donde todo es cálculo y competencia y donde los hombres son los primeros en asumir ese rol depredador. El machismo entonces no es solo estructural, la mujer no solo “se convierte” en mujer, impregnada de mitos, incluso el de un posible matriarcado precolombino (ver María Rostworowski, Historia del Tahuantinsuyu), sino de las representaciones que llegaron de Occidente para forjar una dominación que, si bien se cuestiona en el ámbito doméstico, se sigue ejerciendo de manera vertical desde instancias superiores como el Estado y la escuela, bajo hegemonía de una ideología economicista, donde todo sería capital incluso el cuerpo.

En una época en que existen poblaciones “excedentes”, como las llama Saskia Sassen, mujeres, niños y ancianos pobres, la violencia de género responde a una lógica de guerra, de subsistencia salvaje desde que el mundo mostró su lado más mezquino y se organizó para que la mujer no posea nada y fuese la perdedora de la historia, como dijeron Marx y Engels en su Historia de la familia. Sin historia, sin capital simbólico propio, la mujer es una pieza suelta. Por eso es importante que no solo se dicten leyes, que mucha gente no respetará por abstractas, sino que se asuma el problema político que implica la igualdad (no sólo equidad), y configurar un nuevo discurso sin ignorar que el patriarcado no se desmonta sin nuevos arquetipos de mujer en la educación y en la sociedad, que debe afrontar retos mayores: todo un cambio copérnico. ¿Suena enorme? Pues sí, es una tarea que empieza a resolverse al plantearse el problema.

 [1] Coya (del quechua) mujeres esposas de los incas y primeras dirigentes de gobierno en el Cuzco.

[2] “… Llamo violencia simbólica la violencia suave, insensible e invisible para las mismas víctimas que se ejercen por las vías puramente simbólicas de la comunicación y el conocimiento…” , Pierre Bourdieu, La dominación masculina, Anagrama 2000.

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