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Tribuna
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Construir el buen gobierno

Para conseguir tener unas instituciones sanas, debemos cambiar los incentivos de fondo del sistema

Toni Roldán
La ciudad residencial El Quiñón, en Seseña (Toledo), se ha convertido en símbolo de los excesos de la burbuja inmobiliaria.
La ciudad residencial El Quiñón, en Seseña (Toledo), se ha convertido en símbolo de los excesos de la burbuja inmobiliaria.SAMUEL SÁNCHEZ

La investigación económica muestra que el elemento indispensable del desarrollo económico es tener unas instituciones sanas. El buen gobierno está asociado con todos los indicadores de progreso: el crecimiento económico, la estabilidad democrática, la baja desigualdad y hasta la felicidad subjetiva.

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La idea de buen gobierno va más allá de la ausencia de corrupción. Se refiere a unas instituciones transparentes, ecuánimes y con reglas predecibles para todos. Pero también a unos servicios públicos de calidad ofrecidos de manera efectiva, sin malgastar, y a unas garantías de seguridad jurídica para que pueda emerger una economía sana y competitiva.

En el corazón del concepto de ese buen gobierno se encuentra una idea clave: la imparcialidad. Es decir, la capacidad de que el Gobierno permanezca incólume ante preferencias personales o consideraciones individuales.

En España los años del boom ejercieron una presión muy fuerte sobre unas instituciones que ya eran de por sí débiles. El aluvión de crédito alteró las señales que los votantes podían extraer del Gobierno: políticos corruptos parecían estupendos gestores y la excesiva politización de las instituciones hizo que los mecanismos de control dejaran de funcionar. El resultado fue un dramático incremento de la corrupción, un debilitamiento del Estado de derecho y un grave empeoramiento de la calidad de las políticas públicas.

El ‘capitalismo de amiguetes’ derivó en una pésima asignación de recursos con un enorme coste para la economía en términos de productividad

El coste económico de la corrupción durante los años del boom fue mucho más grande que el que algunos estiman. Además del coste directo de las mordidas (el famoso “tres percent”), el capitalismo de amiguetes derivó en una pésima asignación de recursos con un enorme coste para la economía en términos de productividad. En España los contratos o las licencias muy a menudo no se los llevaban las empresas más eficientes o con mejores proyectos, sino las que estaban más cercanas al poder.

En un trabajo de investigación reciente (Growing like Spain), García Santana y coautores muestran que durante el boom las empresas que más crecían, en todos los sectores, no eran las más productivas. Su explicación: la importancia del capitalismo de amiguetes en el sector (crony capitalism) y la incidencia de la corrupción (Bribe Payers Index). Según los autores, la variable clave que explica que la productividad no creciera en España fue la corrupción. Si la asignación de recursos anterior al boom no se hubiera deteriorado, España hubiera crecido a un 0.8% anual y hoy el PIB sería un 20% superior. Es decir, el coste de la corrupción podría haber sido de unos 200.000 millones o de 5.000 euros por cada español.

Avanzar hacia el ideal de buen gobierno no es una tarea sencilla. Es fácil denunciar los desastres cometidos. Lo difícil es proponer soluciones que de verdad funcionen. El problema institucional de España no se soluciona demonizando a las élites o pagando sueldos bajos a los políticos. Tampoco introduciendo mayor influencia de los políticos en las instituciones y la economía, como les gustaría a algunos. Si después de esta profunda crisis lo único que logramos es cambiar a unas élites políticas por unas nuevas supuestamente cargadas de buenas intenciones, habremos fracasado.

Para conseguir tener unas instituciones sanas, debemos cambiar los incentivos de fondo del sistema. Pero, ¿cómo cambiar esos incentivos? Construir un buen gobierno es como hacer una buena paella: requiere una combinación de ingredientes que, aplicados en su justa medida, refuercen conjuntamente sus cualidades positivas. No sirven las medidas aisladas. Es necesaria una reforma institucional integral para salir del mal equilibrio.

Si después de esta profunda crisis lo único que logramos es cambiar a unas élites por unas nuevas cargadas de buenas intenciones, habremos fracasado

Por ejemplo, el impacto de endurecer las penas contra la corrupción política y acabar con privilegios injustificados de los políticos como los indultos o los aforamientos será reforzado si, a la vez, introducimos medidas que nos ayuden a prevenirla como mejorar la transparencia en las decisiones de contratación pública o proteger a los denunciantes de corrupción. Igualmente, las medidas que nos ayudan a reducir la corrupción, como despolitizar la administración, o recuperar la independencia de los organismos reguladores, son imprescindibles para mejorar la calidad de las políticas públicas y luchar contra el capitalismo de amiguetes.

Solamente a través de una reforma de calado que modifique varias variables al mismo lograremos entrar en un circulo virtuoso de confianza que nos lleve a un nuevo equilibrio con menor corrupción. Si de forma sistemática nos encontramos que pocos políticos roban, que existe rendición de cuentas, que la justicia funciona y que los que roban y defraudan pagan, entonces los incentivos a la corrupción y al fraude disminuirán.

¿Cómo puede España alcanzar ese ideal de buen gobierno? No existe ninguna fórmula mágica para lograrlo. Pero sí existen ejemplos históricos que pueden servirnos de guía. Suecia, por ejemplo, no fue siempre la Suecia que conocemos hoy. En Suecia en el siglo XIX los ricos o los que tenían relaciones con la nobleza accedían con facilidad a altos cargos en la Justicia o la Administración Pública. La corrupción campaba a sus anchas, los servicios públicos eran un desastre, y nadie confiaba en el Estado. ¿Cómo lograron los suecos salir de ese mal equilibrio?

Solo con una reforma de calado que modifique varias variables lograremos entrar en un nuevo equilibrio con menor corrupción

En varias investigaciones recientes los politólogos Bo Rothstein y Jean Teorell del Instituto de Buen Gobierno en Goteburgo concluyen que en Suecia, tras un largo periodo de guerras y crisis —que comenzó con la derrota contra Rusia en 1808-09 y la pérdida de Finlandia— una nueva generación de líderes logró sacar adelante en muy poco tiempo (entre 1855 y 1870) un gran número de reformas institucionales de calado (de la justicia, de la educación, de la burocracia, de la competencia) que, en su conjunto, lograron que el sistema saliera de su equilibrio negativo y entrara en un ciclo virtuoso positivo.

Según los autores, en esos años cambió la concepción del servicio público: “de un espacio para la extracción de rentas a un sistema imparcial y meritocrático”. El profesor Rothstein ha venido a denominar ese proceso el Big-Bang anticorrupción.

España no tiene un problema cultural irremediable, como es evidente que tampoco los suecos lo tenían en su momento. Los españoles podemos convertirnos en un país con unas instituciones envidiables. Lo único que necesitamos es liderazgo, ambición y voluntad política.

Antonio Roldán Monés es portavoz de Economía de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados, y coautor de Recuperar el futuro, con Luis Garicano.

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