Capitalismo de buen y mal uso
Todo sería más fácil si la economía consiguiera poner en el mercado nuevos productos industriales, pero el smartphone es la última incorporación
El reto es formidable. Veinte años después de la primera revolución digital, la segunda se parece a la réplica de un tsunami de una amplitud totalmente distinta. Prácticamente ningún país ni ningún sector (financiero, industrial, alimentario, médico, de la enseñanza, del transporte) quedará fuera del alcance de las conmociones tecnológicas. Unas empresas se fusionarán o desaparecerán, y otras se desarrollarán, siguiendo el esquema clásico de la destrucción creativa descrito por el economista Joseph Schumpeter. Millones de empleos podrían desaparecer, al quedar apenas compensados por la creación de puestos de trabajo inducida por esta segunda revolución digital que, por otro lado, facilita la vida de la gente en múltiples aspectos.
Pero esta sacudida corre también el riesgo de conducir a importantes trastornos sociales. Y a una consolidación, incluso a una toma del poder, de los movimientos populistas, algunas de cuyas ideas están inspiradas en el fascismo y en el nazismo.
Por lo tanto ese desafío concierne también a los ámbitos económicos, ya que generalmente las empresas prosperan gracias a la estabilidad política. En ese nuevo contexto, el capitalismo debe reinventarse rápidamente. Es perfectamente posible: la crisis financiera, que luego se tornó en económica, que surgió en la estela del escándalo de las subprimes (préstamos inmobiliarios acordados a gente que no tenía el estatus financiero capaz de soportar alzas de tasas de interés hipotecario) ha demostrado la gran resiliencia del sistema.
¿Se ha aprendido la lección? Es lamentable constatar, por desgracia, hasta qué punto los actores del mundo de las finanzas siguen reaccionando en caliente, y cuánto les cuesta planificar a medio o a largo plazo. Este verano, las Bolsas traducen esa incapacidad y alimentan el nerviosismo. En junio, el Brexit sorprendió a las élites. Desde entonces el cursor se desplaza, en Europa, sobre Italia: un poco a imagen de David Cameron, el primer ministro italiano Matteo Renzi ha ligado su futuro político a un referéndum sobre la reforma constitucional, destinada a limitar los bloqueos políticos. Pero es una Italia todavía económicamente frágil la que estará bajo el foco de los proyectores…Y en noviembre, los efectos del pánico estarán ligados a la elección presidencial estadounidense. Esos plazos políticos no les convienen nada a unos mercados sometidos ya a la presión de las finanzas a corto plazo, a las que marcan el ritmo los resultados trimestrales de los tenores de la Bolsa.
Por otra parte, el mundo de las finanzas se distingue por una singular falta de imaginación. Las dos herramientas principales del capitalismo, la obligación y la acción, se remontan respectivamente ¡a los siglos XVI y XVII! Es verdad que existen vehículos financieros híbridos, estructurados y de otros tipos, pero son demasiado complejos. Y ya vimos, con las subprimes, en qué puede desembocar ese tipo de ingeniería financiera. No, gracias.
Si el capitalismo en su forma más clásica, la de poner en contacto, mediante los mercados financieros, al ahorro con el crédito, sigue siendo indispensable cuando se trata de la financiación de los gigantes financieros de la industria y los servicios, podemos preguntarnos, sin embargo, si el resto de la economía tiene una verdadera necesidad de padecer las imposiciones de la Bolsa.
¿Pero cómo financiar ese “resto de la economía” compuesto de PME (pequeñas y medianas empresas)? Los nuevos modos de financiación llamados “alternativos” (trueque, crowdfunding, crowdlending) son ciertamente simpáticos pero todavía poco creíbles. Como contrapartida, la publicación de resultados trimestrales, a la que se aferran los medios financieros anglosajones, o la doctrina simplista que reclama un beneficio operacional de un 15%, de un 20%, incluso de un 25% (con respecto al volumen de facturación) deberían de ponerse en entredicho. Nadie, que yo conozca, ha conseguido demostrar que una empresa cuyos accionistas exijan semejante beneficio tiene más posibilidades de sobrevivir a largo plazo que otra que se contente con un resultado de un 5 a un 10%. Los accionistas son a menudo demasiado glotones. Deberían aceptar un rendimiento menor a fin de que las empresas consagren sus fondos a invertir en esas nuevas tecnologías que llevan camino de transformar por completo el mundo del trabajo.
Lo que necesita el capitalismo es que las empresas medianas y pequeñas, que representan la base del sistema, puedan respirar. Y disponer del tiempo necesario para reorganizarse, formar a sus colaboradores, abandonar sus actividades menos rentables, descubrir nuevas fuentes de ingresos, introducir unos sistemas de remuneración más modernos (primas, compra de acciones a un precio preferente, participación en el beneficio, etc.), eliminar determinados costes (yéndose de una dirección de prestigio a un barrio menos caro, per ejemplo) y subcontratar otros.
Todo eso tal vez no sería necesario si la economía consiguiera poner en el mercado nuevos productos industriales. Por desgracia, aparte del smartphone, inventado hace veinte años, ningún otro producto industrial de consumo masivo (electrodoméstico, avión, ordenador, automóvil, utensilios de metal o de plástico, etc.) ha sido puesto en el mercado después de los Treinta Gloriosos. *
*Se denomina así al período socioeconómico transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de mediados de la década de los 70 del siglo pasado.
Roland Rossier es corresponsal económico de Tribune de Genève.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
© Lena (Leading European Newspaper Alliance)
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