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Columna
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Perderlo todo

Rosa Montero

SI ESTOY en casa y no encuentro las gafas, cosa que sucede muy a menudo, lo primero que hago es ir al refrigerador y mirar dentro. La mitad de las veces aparecen ahí, porque, cuando voy a sacar algo de la nevera y las llevo en la mano, las deposito distraída sobre la bandeja del electrodoméstico para poder agarrar lo que anduviera buscando, y ya no me vuelvo a acordar de ellas. Sí, la clave del asunto es la distracción: voy pensando en las musarañas tan concentradamente que me muevo por la vida con el piloto automático y sin apenas consciencia de lo que hago. Es el comportamiento que la tradición atribuye al sabio despistado, aunque en mi caso más bien se trataría del profesor chiflado, porque por lo general no ando sumida en profundas y provechosas reflexiones, sino entretenida en tontunillas. Y así se me va la existencia, literalmente

Hoy me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que pierdo cada día. Porque lo pierdo todo. Digo dentro de casa, ya que en el exterior (es decir, pérdidas auténticas) ocurre poco. O sea que en realidad se trata de extravíos momentáneos, desesperantes juegos al escondite de las cosas. Las gafas, el móvil, las llaves, el bolso. Pero también: el cuaderno de notas, el importante número de teléfono que acabo de apuntar en un papel, los pendientes que me quité ayer, la camisa que he descolgado hace cinco minutos del armario y que ha debido de irse corriendo por sí sola. O el tazón con el que siempre desayuno. La semana pasada pasé media hora frenética buscando esa taza hasta que la encontré dentro del microondas: el día anterior había puesto a calentar el café y olvidé tomarlo. Los objetos muestran una obcecada tendencia a evaporarse a mi alrededor, y creo que no ha habido un solo día de mi existencia en el que no haya extraviado algo. Si sumara todos los minutos que he desperdiciado buscando cosas, probablemente llegaría a acumular un año de despilfarro. Un año de mi vida sin vivir.

Sé que no soy ni mucho menos la única persona a la que le sucede esto. Se me ocurre que, dentro de las muchas maneras en las que podemos clasificar a los humanos, una sería dividirlos entre los seres meticulosos y precisos, por un lado, y los que tenemos las cabezas horadadas, por el otro. Agujeros mentales por los que silba el caos como un viento insidioso. Como es natural, esta propensión a perder las cosas suele estar unida a una falta de firmeza y claridad en la relación con los objetos que nos rodean. Vamos, que somos bastante desordenados.

A saber cuál será la razón de tanto lío; tiempo atrás hubiéramos podido endilgarles la responsabilidad a los duendes domésticos, criaturas mágicas de intenciones traviesas, lo cual resultaba más consolador que las posibles explicaciones actuales, que hablan de neurotransmisores algo desbaratados y del famoso déficit de atención, ese síndrome de moda tan socorrido. Sea como fuere, arrastramos los desordenados nuestro desorden como el escarabajo pelotero arrastra su bola, y en ese trabajoso desvivir nos suceden cosas peculiares: por ejemplo, podemos mantener durante años un objeto claramente descolocado (un collar en una esquina del escritorio, un tintero en la encimera de la cocina), pero si un día se nos ocurre guardarlo en el lugar apropiado, nunca más lo volveremos a encontrar. El orden no forma parte de nuestro karma.

Cuando me desespero mucho, procuro acordarme de los personajes célebres a los que les pasaba lo mismo. Son famosas las fotos del despacho de Einstein o del taller de Francis Bacon, por ejemplo. Unas leoneras tan cochambrosas que hasta a mí me asustan. Hay estudios que sugieren que la gente creativa tiende a ser desordenada, y los psicólogos norteamericanos Vohs, Reddel y Rahinel llegaron a asegurar en un trabajo de 2013 que los entornos desor­denados fomentaban la creatividad. Todo esto resulta tranquilizador, y lo sería aún más si consiguiera encontrar otra investigación parecida que se publicó hará cosa de un año y que guardé no sé dónde: llevo veinte minutos buscando el recorte infructuosamente. Si es verdad que el caos está relacionado con la creatividad, yo debería ser capaz de escribir una obra maestra.

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