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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La locura que hace invisibles a los lobos solitarios

No es casualidad que entre los terroristas haya historias de delincuencia común, desarraigo, tendencias depresivas, violencia de género y odio hacia minorías

Milagros Pérez Oliva
El lugar de la explosión en Ansbach (Alemania), vinculada al  ISIS.
El lugar de la explosión en Ansbach (Alemania), vinculada al ISIS. KARL-JOSEF HILDENBRAND (EFE)

Una siniestra casualidad ha querido que coincidieran en el tiempo varios atentados con vocación de masacre de naturaleza muy distinta pero un mismo efecto. El lunes 25, Satoshi Uematsu, de 26 años, entraba con un cuchillo en una residencia de discapacitados de Saramihara (Japón) y mataba a 19 personas. Un día antes, Mohamad Deleel, refugiado sirio de 24 años, hirió a 12 personas y murió al hacer estallar el explosivo con el que pensaba provocar una matanza en un festival de música de Ansbach, Alemania. El sábado, un germano-iraní de 18 años, Alí David Somboli, había matado a nueve personas en un centro comercial de Múnich antes de suicidarse. Y el 14 de julio Mohamed Lahouiaej segó 84 vidas en Niza al arremeter con un camión contra la multitud.

De estos atentados, dos llevan el sello del terrorismo islamista y otros dos son obra de perturbados mentales. ¿Qué diferencia hay entre ellos? Salvo la etiqueta, apenas ninguna. Son personas que toman los instrumentos más mortíferos que tienen a mano y se dirigen de forma súbita contra víctimas elegidas al azar. El que no lleve la etiqueta de terrorista no hace menos terrible y absurdo el asesinato de los minusválidos de Japón. Pero la coartada terrorista tampoco rebaja el grado de locura que subyace en el atentado con el que Oman Mateen mató a 49 personas en un club gay de Orlando. El joven que atentó en Ansbach quería provocar “dolor y martirio” en nombre de la yihad islámica, y el que atentó en Múnich quería causar dolor y martirio para vengarse de su propio dolor.

Solo desde la fragilidad mental se explica que alguien pueda hacerse un lavado de cerebro sectario tan intenso que le lleve en poco tiempo a sacrificar su vida por una causa que antes le era indiferente. El yihadismo se ha convertido en la utopía global disponible para jóvenes que por diversas razones no se encuentran a gusto en el mundo, que necesitan una coartada para sus venganzas o una forma de desaparecer con gloria. No es casualidad que entre los terroristas haya historias de delincuencia común, desarraigo, tendencias depresivas, violencia de género y odio hacia minorías.

Lo que convierte al terrorismo de los lobos solitarios en una amenaza tan difícil de detectar es precisamente aquello que tiene en común con la violencia de los perturbados solitarios. Que tanto las motivaciones como la forma de operar escapan a los radares de la más eficiente de las estructuras de seguridad. Y eso es algo con lo que vamos a tener que aprender a vivir. De esa coincidencia se aprovecha precisamente el Estado Islámico. Ni siquiera tiene que molestarse en reclutar a los suicidas. Le basta con lanzar a través de la Red los mansajes adecuados y algunas instrucciones genéricas: “Si no tienes explosivos, atropéllalos”, “utiliza un camión como máquina segadora...”. Los lobos solitarios no necesitan ir a la mezquita para radicalizarse. Ellos mismos se enrolan. Ellos se buscan las armas. Ellos deciden cuándo atacar. Como los perturbados mentales. Por eso es una violencia tan difícil de prevenir.

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