María José Montiel, el virtuosismo tenaz
Su instrumento es el más delicado. La voz no puede guardarse en una caja al finalizar el ensayo, ni es posible cambiarle las cuerdas si se estropea. María José Montiel (Madrid, 1968), distinguida con el Premio Nacional de Música el año pasado, bebe mucho líquido, se cubre el cuello en invierno y evita el aire acondicionado en verano. Los días de función no sale a la calle y habla solo lo indispensable. “Sin volverse loca, hay que cuidarse. Se canta con todo el cuerpo, así que hay que estar en forma y descansar”, explica.
En más de 100 ocasiones ha dado vida a Carmen, protagonista de la ópera homónima de Georges Bizet, que la ha convertido en una de las intérpretes de referencia. La última vez que se metió en su piel fue en diciembre, en el teatro San Carlo de Nápoles. A final de este año volverá a hacerlo con la compañía Florida Grand Opera, en Miami. Ha sido Dalila —en Sansón y Dalila–, Amneris –en Aida– o María Moliner, que se compuso pensando en ella como protagonista.
En su difícil agenda siempre hay espacio para trabajar la voz. Aunque es complicado mantener una rutina cuando hoy se está aquí, mañana en París y pasado en Tokio. Es muy disciplinada. Descansa un día y medio a la semana. Detrás de cada producción puede haber hasta un mes y medio de ensayos. “Para mantenerse en esta carrera, el tesón y la paciencia son indispensables”, reconoce con una sonrisa espléndida. Es alta, luce una coleta impecable, una camisa blanca y las uñas rojas, como el color de sus labios. Cuida su aspecto.
En una vitrina de su estudio en Madrid guarda recuerdos de sus viajes. Uno, de aquella vez que cantó con Plácido Domingo en La Scala de Milán. Otro, de su última actuación en China, colocado junto a la nominación a un Grammy. En el mueble de al lado se acumulan discos, montones de discos, junto a libros de arte, de historia y de literatura. Un humidificador trata de combatir la sequedad del aire en la capital. Un piano preside el salón. Y la traslada a su infancia, cuando los domingos se despertaba al escuchar a su madre tocar. Se emociona al recordarlo. “En mi familia siempre ha estado muy presente la música”. Su abuelo cantaba ópera, zarzuela, tangos, boleros… Así creció ella.
La cantante de ópera toca el piano y canta en su casa. / THOMAS CANET
Cuenta que aprendió a cantar y a hablar a la vez. Estudió solfeo en casa, con su madre. A los 16 años ingresó en el conservatorio, donde terminó la carrera superior de canto. Su primer concierto fue en el Ateneo de Madrid, con 19 años. Para entonces, pese a haber iniciado Derecho –que abandonaría años después–, ya sabía que quería dedicarse a la música. Terminó de formarse con Olivera Milakovic en Viena. En sus inicios cantó como soprano, aunque puntualiza: “Creo que mi voz siempre fue mezzosoprano, por ese color aterciopelado. Es una voz cubierta, como con un velo. Lo comparo con el sfumato de Da Vinci”.
Asegura que ahora se encuentra en su plenitud. “El canto es la voz del alma” y nace “en el mismo lugar en el que lo hace la vida, a la altura del útero, cuatro dedos por debajo del ombligo”, indica con la mano. Apela una y otra vez a lo espiritual de su profesión. “Es mi forma de expresarme, de dar amor, de ser feliz, de conectarme con los otros”. Quizá por eso nunca ha tenido prisa y ha optado por fijarse metas pequeñas. Cuando era niña se pasaba el día cantando y mirando un atlas que tenían sus padres. Hoy ya ha recorrido gran parte de ese mapa. Cantando.
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