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Las huellas de Trotski

Pablo de Llano Neira

En una mañana soleada, Esteban Volkov mira la chatarra amontonada en el patio de su casa y va identificando las piezas que hace años compusieron su laboratorio de reciclaje de residuos químicos. Tuberías de vidrio y de acero. Bombas de vacío. Manómetros. Propelas. ­Válvulas. Agitadores. “Y esta bola…”, dice levantando del suelo una esfera oxidada, “¿qué chingaos será esto?”, y la deja caer. El negocio le funcionó bien durante mucho tiempo, pero al final lo fue descuidando y quebró. “No me interesaba ser un próspero capitalista”, ríe, y aunque el nieto de Trotski perdió de niño su lengua materna, su carcajada suena en ruso.

Cuando en 1926 su abuelo llamó a Stalin “sepulturero de la revolución”, se vaticinó que el vengativo dictador de la Unión Soviética no solo lo mataría a él, sino que perseguiría a su estirpe. Su madre, Zinaida, hija de Trotski, se suicidó en Berlín, enferma de tuberculosis, dejando abierto el gas de la cocina. Su padre, Platón, fue fusilado. Su tío León, hijo y mano derecha de Trotski, murió delirando en una clínica de París, supuestamente envenenado. Su tío Serguéi fue fusilado. Su tío abuelo Aleksandr fue fusilado. Su tía abuela Olga fue fusilada. Su abuela Aleksandra, primera esposa de su abuelo, fue fusilada. Y, por supuesto, el abuelo mismo, el fundador del Ejército Rojo, el ideólogo de la revolución mundial, el propio Lev Davidovich Bronstein, León Trotski, fue asesinado en 1940 con un golpe de piolet en la cabeza.

Esteban Volkov es el superviviente directo de un exterminio familiar. Estaba ahí cuando mataron a su abuelo en la casa de Ciudad de México donde vivían exiliados. Y en esa misma casa, antes de mudarse en los setenta a la de ahora, crio a sus cuatro hijas, que son la prueba de que el poderoso cerebro de Trotski sobrevivió al golpe, pero a través del ADN.

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FAI-AP2444 - © - © Fine Art Images

En la primera imagen, Esteban Volkov, nieto del líder comunista, y su familia. En la segunda, Trotski y sus guardaespaldas, en 1919.

Las gemelas Patricia y Natalia Volkov, las pequeñas, son una infectóloga de referencia y la ingeniera jefe de sistemas del Instituto de Estadística de México. La segunda, Nora, es la directora del centro nacional de investigación sobre drogas de Estados Unidos. La primogénita, Verónica, es poeta y académica. Ellas existen, entre otras cosas, porque su padre se salvó por los pelos en el primero de los dos atentados contra Trotski en México.

Esteban volkov es el superviviente directo de un exterminio familiar. Estaba ahí cuando mataron a su abuelo.

“Creo que mi papá aprendió de Trotski la disciplina, la convicción y otra característica extraordinaria de mi bisabuelo: la resiliencia”, comenta Nora Volkov una tarde desde Washing­ton, después de presentar un informe en el Congreso de Estados Unidos en una jornada que arrancó levantándose a las cuatro y media para poder hacer su sesión diaria de ejercicio. “La vida de mi papá de niño fue de lo más estresante, y pese a todas esas tragedias tienes a un hombre íntegro emocionalmente y muy motivado a los 90 años”.

Nacido en Yalta, Ucrania, en 1926, su nombre original era Vsevolod. A los cinco años salió de Moscú con su madre hacia la isla turca de Prínkipo, primer refugio de Trotski. En 1932 madre e hijo se mudan a Berlín, donde el partido nazi empieza a deglutir el poder. A las pocas semanas ella se quita la vida. Pasa un año y medio en un internado de Viena dirigido por discípulos de Sigmund Freud y en 1934 lo envían a París con su tío León Sedov. En 1939, después de la truculenta muerte de León, Trotski ordena que lo manden a México con él y le ponen de nombre Esteban.

León Trotski, en 1935.

Ahora Esteban Volkov, recostado en su sofá en postura juvenil, casi un siglo después de que su abuelo y Lenin hiciesen la revolución, responde a la pregunta por su ideología:

–Qué te puedo decir. Pues, definitivamente, el capitalismo no está funcionando.

Nora, bisnieta de Trotsky, cree que tal vez su herencia sea la capacidad organizativa.

El nieto de Trotski es el albacea de su memoria más que de su doctrina. “Yo siempre he estado alejado de la política. Mi papel ha sido dar testimonio de lo que viví. La persecución feroz que sufrió mi familia, el alud de mentiras y de falsedades monstruosas”. Trotski tampoco quiso meterlo en sus asuntos. De hecho, reprendía a sus guardias si lo hacían: “No hablen de política con mi nieto”, ordenaba.

Por milésima vez, Volkov enseña la vivienda donde fue asesinado su abuelo, hoy Museo Casa de León Trotski. “Aquí estaban las gallinas”, dice. “Estos eran los cuartos de los guardias”, y añade: “Muchos dicen que esto era una fortaleza. ¡La fortaleza de Trotski! No era ninguna fortaleza. Eso sí, después del primer atentado se tapiaron algunas ventanas y se levantaron muros”. Avanza. “Esta es la biblioteca de la casa. Y esta es la colección de la revista Le Mois, que le mandaba León desde París”. Se detiene. Barrunta. Dice: “Sería interesante revisarla con rayos ultravioletas, porque León solía escribirle mensajes ocultos con tinta simpática”.

Esteban Volkov, en el estudio de su casa en el barrio de Coyoacán, en México.

Pasa al despacho de Trotski. La escena del crimen. Está casi igual al día en que fue asesinado. Su bastón de madera. Su manta de dormir la siesta. El martes 20 de agosto de 1940, Esteban llegó de la escuela a casa unos minutos después de que su abuelo hubiera recibido el pioletazo mortal de Ramón Mercader. “Cuando escuchó mis pasos, les dijo a los guardias: “Mantengan a Sieva alejado. No debe ver esta escena”, recuerda. En un recodo del jardín, dos policías sujetaban al asesino enviado por Moscú. “En ese momento no lo reconocí”, dice. “Tenía la cara ensangrentada y emitía extraños chillidos y aullidos”.

En su despacho del Instituto Nacional de Cancerología, Patricia Volkov comenta sobre el trauma de su padre: “Él guarda un enorme rencor a Mercader. Ahora habla mucho más sobre aquello, pero cuando éramos pequeñas nunca sacaba el tema”. Ella cree que tal vez la herencia de su bisabuelo sea su capacidad organizativa. La prueba podría ser la oficina de su gemela Natalia. A un lado tiene un panel de videovigilancia desde el que controla las salas de microdatos del Instituto Nacional de Estadística. Los investigadores que reciben permiso para usarlas deben acceder sin teléfono, ni USB, ni siquiera un folio. El que no cumple las reglas pierde de por vida el derecho a entrar. “Lo que está en juego aquí es la confidencialidad de los datos y la infraestructura estadística del país. Y no estoy jugando”, dice Natalia.

Trotski, su segunda mujer y su hijo, en 1928.

En el vestíbulo de casa, apartados bajo una escalera, Esteban Volkov conserva en barriles unos 200 kilogramos de 16 dehidro pregnenolona 3 acetato. “Es la materia prima que se usaba para la fabricación de las hormonas”, explica. “Esto es lo último que hice en la fábrica antes de cerrar. He intentado venderlos, pero ya es muy difícil competir con los chinos”. En los años cincuenta formó parte del laboratorio mexicano que sintetizó por primera vez en la historia el elemento base de la píldora anticonceptiva. Después montó por libre una pequeña planta de reciclaje de desechos, cuyos restos habitan ahora en el patio. Su mujer, la madrileña Palmira Fernández, era un ama de casa con un pasado digno del de su marido. Su familia había quedado dividida entre el bando nacional y el republicano tras la Guerra Civil y ella estuvo trabajando varios años como jefa de taller de Balenciaga hasta que lo dejó todo y se fue a México para reunirse con sus hermanos, exiliados del bando perdedor. Sus hijas no dejan de recalcar que, más que los genes del genio bolchevique, lo que hizo de ellas lo que son fue el tesón de su madre y la educación para la autonomía que les dio con su padre.

Desde que murió, Volkov vive solo en casa. Sin embargo, no ha des­colgado un cuadro religioso que puso su esposa. “No es muy apropiado para el nieto de Trotski”, apunta con una sonrisa nostálgica, “pero a ella le gustaba”.

Tampoco ha retirado un cuadro que está en una esquina del salón. Es una representación pesadillesca del momento final de su abuelo, que aparece acurrucado en brazos de su compañera, Natalia Sedova, espantado ante la muerte. A Esteban Volkov no le gusta. Se queja de que no es fidedigno porque Trotski se mantuvo en pie tras el golpe, “con las gafas rotas y la cabeza ensangrentada, señalando a Mornard”, dice empleando el nombre falso de Mercader como si no mereciera uno propio y repitiendo sus palabras: “Ahí está. Lo que sabíamos que tenía que llegar”. El lienzo lo pintó un buen amigo suyo y lo mantiene como recuerdo. Le ha bastado con tapar la expresión de horror de su abuelo con un trozo de cinta adhesiva.

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