‘Mona Lisa’
El turismo ya es puro porno cultural: mucha luz, poco sexo
A los 12 años me llevaron mis padres al Museo del Louvre. Fue una experiencia decepcionante. Siendo ñoña, iba preparada para enmendar mi barbarie y parchar mi ignorancia: hice una lista de las obras clave del museo y las investigué en Encarta —ese pariente neandertal de la Wikipedia—, luego imprimí copias en blanco y negro de los cuadros, escribí sus datos en el reverso, y laminé cada copia en plástico. Nunca había estado en un museo. Era una Mowgli, preparándose para el gran encuentro con la civilización. Pero en el Louvre —atestado de mundo y ruido— más que de civilidad tuve una probada de barbarie. Cuando llegamos a la Mona Lisa estuve parada detrás de un grupito de personas —anchas, altas, ávidas— teniendo que dar saltitos para apenas vislumbrar fragmentos del cuadro, hasta que me resigné a mi fotocopia laminada, su misterio blanquinegro menos aurático, pero quizás más misterioso que el cuadro.
A modo de advertencia, 20 años más tarde, le relaté este recuerdo a mi hija de seis años, a quien llevé al Louvre este fin de semana. Ella, como yo a mis 12, llevaba meses cultivando un fervor injustificado por la Mona Lisa. Digo que era injustificado no porque el cuadro no sea una proeza —lo es— pero porque su fama parece accidental. Es más hermoso, por ejemplo, el retrato de La belle Ferronière, también de Da Vinci, que cuelga invisiblemente a poca distancia. Supongo que la fama, como decía Rilke, es una suma de malentendidos en torno a una persona.
Mis advertencias nos prepararon poco para lo que nos esperaba. Frente al famoso retrato no había un grupito de espectadores, sino una marabunta pulpiforme: más de 100 turistas disparaban fotos con ominosos palos para selfies alzados en lo alto como espadas de un ejército de idiotas.
No hay que ser anarcopunk para creer que la cultura del capitalismo rapaz ya terminó de transformarlo todo en producto de consumo instantáneo, o que el turismo ya es puro porno cultural: mucha luz, poco sexo. Occidente se quejaba antes del fervor con que Extremo Oriente anteponía a la experiencia directa de viaje la mediación de la tecnología. Ahora, hasta las nonnas italianas y las sobrias familias austriacas van haciéndose selfies frente a los caravaggios.
Tuvimos que imaginarnos a lo lejos el rostro regordete de la Mona Lisa, detrás de su entourage de estrella de rock. Pero la obra sobrevive, quizá porque los verdaderos clásicos son siempre nuestros contemporáneos más vanguardistas. La muy cachetona y no tan guapa Gioconda, consciente de la arbitrariedad de su fama, le sonríe a la era del selfie con más ironía que nunca.
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