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El delito de no robar

En Italia, donde el ciudadano medio tira 40 kilos de alimentos al año, los robos de comida aumentaron un 20% en 2015.
En Italia, donde el ciudadano medio tira 40 kilos de alimentos al año, los robos de comida aumentaron un 20% en 2015. Getty
Martín Caparrós

LLEVO DÍAS tratando de saber quién es. Sé que se llama Roman Ostriakov, sé que es ucranio, sé que nació en 1980, sé que no tiene casa ni trabajo y que sobrevive en Italia, quizás en Génova –y no consigo saber nada más: ningún medio lo cuenta. No sería raro que no hablaran de un caído –hay tantos– si no fuera porque, hace poco, su historia apareció en todos los medios europeos. O, mejor dicho: un momento fugitivo de su historia.

El 19 de noviembre de 2011, cuando caía la tarde, Ostriakov entró en un supermercado discount de San Fruttuoso, un barrio de clase media de Génova, eligió un paquetito de salchichas, un trozo del queso más barato y unos grisines – pero se metió el queso y las salchichas en un bolsillo y sólo pagó 0,95 por los grisines. Ya se iba cuando una clienta proba lo denunció a los gritos; lo apresaron, llamaron a la policía. Ostriakov quedó detenido: lo acusaron de un intento de robo por valor de 4,07 euros. Él alegó que tenía hambre.

Lo llevaron preso, lo juzgaron. Un tribunal lo condenó a un año de cárcel; su abogado de oficio apeló, y el caso pasó un tiempo en el limbo. En febrero de 2015 otro tribunal volvió a condenarlo: seis meses preso, 100 euros de multa. Pero entonces fue el propio fiscal general Antonio Lucisano el que dudó, y elevó su caso a la Corte de Casación: decía que no era para tanto, que no había sido un robo sino una tentativa. La corte fue más allá: “La condición del imputado y las circunstancias de la apropiación de las mercaderías demuestran que se apoderó de esa escasa comida para enfrentar una exigencia inmediata e imprescindible de alimentarse, actuando en estado de necesidad”, argumentaron, y lo absolvieron.

La sentencia fue muy discutida. En Italia, donde hay 20.000 nuevos pobres cada mes, los robos de comida aumentaron el 20% en 2015 –y el ciudadano medio tira cada año a la basura unos 40 kilos de alimentos. Más de uno recordó la canción del gran Fabrizio De André: “Ahora sabemos que es un delito / no robar cuando se tiene hambre”. Otros comentaristas se alarmaron. El problema, dicen, es de principios: todos tienen derecho a comer, faltaba más, pero si se empieza a poner en cuestión la propiedad privada, dicen, si se le reconocen límites y matices, se minan los fundamentos de nuestra sociedad. Y además era un extranjero: si hubiera sido italiano, un pobre nuestro, todavía.

(En España, mientras, todo parece más claro. A principios de año, por ejemplo, en Almería, un hombre –que los medios definen, vagos y precisos, como “un senegalés”– fue condenado a nueve meses de prisión y una multa de 82 euros por robar y matar una gallina. Su dueño lo había sorprendido en el corral donde acababa de asesinarla; el gallinicida la soltó y se escapó, pero lo agarraron enseguida).

Ostriakov tuvo más suerte –con la justicia, pero no con los medios. Tantos publicaron la noticia; ninguno decidió averiguar quién es este hombre, cómo vive, qué piensa. El más mínimo eructo de la starlette de turno recibe tratamiento de desastre nuclear, pero el ucranio o el senegalés son arquetipos –pobre desesperado para colmo extranjero– que no merecen más detalle. Incluso las imágenes que ilustraron esos artículos son genéricas: fotos de vagabundos sin cara, sin nombre –o de quesitos y gallinas. Quizás ese silencio habla del periodismo que hacemos y no hacemos: de otra hambre, una que no se calma con comida.

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