Complementos personalizados
DE DONDE yo vengo, los pies tenían la consideración de un par de cadáveres. De ahí que los zapatos se parecieran tanto a los ataúdes. Y no a los ataúdes acolchados por cierto, sino a los féretros más ásperos. Cuando te descalzabas, al llegar la noche, los dos cadáveres estaban pálidos como el papel. Pobres. El miedo tan común a que se le caigan a uno los zapatos cuando monta en el telesilla, por ejemplo, es en realidad el miedo a que los pies se desprendan de los tobillos como una rama podrida de un árbol. No por capricho, cuando a alguien le huelen estas extremidades, se suele decir que huele a muerto. Comprenderán muy bien estas palabras quienes vivieron una época en la que para comprarse unos zapatos había que hacer enormes sacrificios económicos. Una época en la que los agujeros de la suela se cubrían con pedazos de cartón; en la que había incluso zapatos de cartón piedra que se arruinaban con la lluvia.
¿Cómo no sorprenderse, pues, ante una tienda de zapatos que parece una joyería? ¿Están o no tratados como diamantes? Quienes no hemos pisado nunca una joyería, tendríamos dificultades también para entrar en el establecimiento de la foto, donde, según he leído, fabrican zapatos personalizados, como si los difuntos tuvieran personalidad. Quizá la tengan, pero hay épocas en las que la personalidad pedestre es un lujo. Lo fue en la que recordaba en las primeras líneas y seguramente también en la actual. Sorprende, en fin, que el esplendor que se respira aquí conviva con las dificultades de las economías domésticas. Otra muestra más de la desigualdad rampante.
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