La madera ya se puede comer
Entramos en el laboratorio de los hermanos Roca. El roble comestible de las barricas de whisky es su última invención
Seis pequeños pedazos cuadrados de una textura semitransparente descansan sobre un plato con forma de tronco. “Es madera”, dice Joan Roca en el patio del mejor restaurante del mundo. El reinado de El Celler será refrendado, o no, el lunes, cuando Restaurant publica la lista de los 50 mejores del mundo. “La gastronomía es algo más grande que un restaurante”, opina Josep Roca. “A veces nos sentimos un poco bufones; la sociedad actual necesita muchos inputs de felicidad y la gastronomía los aporta. Hay demanda. Pero no hay que olvidar que tenemos un compromiso global y ahora estamos en una posición afortunada porque nos escuchan”, añade. Se refiere a un compromiso con la sostenibilidad, con la innovación y con la investigación. De ahí que hace dos años inaugurarán La Masía i+R, un espacio frente a su Celler, donde intentan crear aperitivos para astronautas, destilados con aroma a cuero o madera texturizada y comestible. Bienvenidos al laboratorio de los Roca.
“Hemos hecho madera de roble comestible”, señala Joan Roca, “pero no me atreveré a decir que somos los primeros”. Cada uno de los aperitivos que están sobre el original plato posee una nota de color: diferentes sabores para maridar con la celulosa. El reto de hacer comestible la madera es el resultado de una colaboración con el whisky Macallan, al que han llamado Into the rare (Hacia lo extraño) y que busca crear una experiencia en torno a uno de sus exclusivos brebajes y la madera que se usa para elaborarlo. La inquietud por el roble radica en el material del que están hechas sus barricas: “Es otra manera de degustar nuestro destilado”, cuentan desde la empresa. “Nos han hecho muchas propuestas, pero esto era un reto y un aprendizaje. Hemos aprendido mucho del mundo del whisky”, dice el repostero Jordi Roca, el menor de los hermanos. “El discurso encajaba con la línea en la que trabajamos”, añade.
Sus prioridades en El Celler pasan, lo primero, por deleitar a los comensales que reservan en una de sus cuidadas mesas, “la presión la ejerce el cliente, es al que no podemos defraudar”. Después, por profundizar y pensar. Aunque los martes por la mañana sus cocinas están llenas de gente, no se admiten reservas: es el día de pensar. El equipo se reúne y charla sobre cocina a baja temperatura; cómo transformar la miel en un azúcar; o la manera de crear snacks para llevar en naves espaciales. “En esta casa todo es posible”, dice Heloïse Vilaseca, responsable del laboratorio creativo La Masía i+R (“investigación y reflexión, reunión, risas... lo que quieras ponerle”, apunta), que antes fue responsable de proyectos de I+D+i de la Fundación Alicia (Alimentación y Ciencia) y directora del laboratorio del curso de Ciencia y Cocina de la Universidad de Harvard.
Junto al huerto ecológico, plagado de aromáticas flores que usan en platos y postres, se recicla vidrio. “Generamos muchas botellas en la bodega”, dice el hermano sommelier, “y nos hemos propuesto recuperarlas y convertirlas en elementos útiles dentro del restaurante”. En cuatro meses, una maestra vidriera y una experta en reciclaje han ideado 300 piezas. “Hay que ser vanguardia también en sostenibilidad”, añade Josep Roca. Todo se organiza desde el centro de innovación culinaria, que en enero cerró un convenio con la Universitat de Girona para crear el Centro de Innovación en Gastronomía de Girona.
"Hay que ser la vanguardia también en sostenibilidad”, dice Joan Roca, sumiller del mejor restaurante del mundo
En una pequeña cocina, que recuerda a un laboratorio casero de los de Breaking Bad, bulle una mezcla. “¿A qué huele esto?”, pregunta Joan Carbó, ingeniero agrónomo y alquimista aromático. “A olivo, a madera”, responden los que catan la mezcla. “Es aroma de libro viejo y el papel está hecho de madera, así que habéis percibido bien”, explica. Para destilar tan curiosa esencia, recorren mercadillos en busca de volúmenes añejos: “Los vamos oliendo todos y la gente nos mira. Solo compramos los que huelen bien”. Luego los bañan de grasa de cerdo y finalmente los destilan. También han conseguido un concentrado de lana que huele a una mezcla de leche, establo y animal. “Es una manera de hacer comestibles cosas que no lo son. El olfato es el sentido que más impresiones genera; en proporciones adecuadas afianza el paisaje a un plato, a un recuerdo. Al oler esto en una comida, la percepción se intensifica”, cuenta el experto del proyecto que han llamado Exprime Roca. “El acercamiento con Macallan también nos ha permitido entender mejor los destilados”, dicen los tres hermanos, “hay una pasión compartida”.
Un horno de barro tradicional aparece en uno de los patios exteriores de El Celler. La liofilizadora está dentro. “Lo tenemos desde hace poco y queremos probar cocciones en él. También hacer pan”, aclara Joan Roca. A pesar de toda esa mirada hacia delante, filosófica y técnica, la tradición forma parte de su discurso: “Cada día vamos a comer al restaurante de nuestros padres, que está aquí al lado”. No solo se preocupan de platos, manteles, vinos o postres sino que tienen en cuenta el valor de lo intangible. “El Celler se hace grande gracias a los sueños. No todos se pueden hacer realidad y a veces hay que matizarlos”, apuntan los hermanos. Dicen que cuando abrieron, “un día de 1986 que no sabemos cuál es”, no dieron ni un servicio. Fue su primer hito. El último ha sido hacer madera comestible. Entre medias han sido el mejor restaurante del mundo dos veces y durante siete años se han situado en el podio de los cinco mejores: “Nunca nos imaginamos llegar a donde estamos ni poder investigar en los campos que lo estamos haciendo”.
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