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Columna
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Del éxito y del fracaso

DESDE mi regreso a España a mediados de mayo, los medios de comuni­cación y los aficionados me hacen una misma pregunta con insistencia: “¿Es el partido contra Francia en el ­Europeo de 2015 el mejor de tu carrera deportiva?”. Esta situación me recuerda cómo somos las personas: necesitamos hitos, referencias en el tiempo, momentos clave a los que agarrarnos.

En estas 17 temporadas en la élite, he tenido la suerte o la desgracia de conocerlo casi todo: títulos y finales ­perdidas, victorias y derrotas sobre la bocina, momentos con una ­forma excepcional y la frustración de las lesiones. ¿Por qué motivo iba a destacar un encuentro (ese en concreto) sobre los demás? No es mi partido con mayor puntuación. No es una final. Pero sin duda fue un momento muy ­especial, de los más significativos de mi carrera: contra la selección de Francia –con quien tenemos un largo e intenso historial de rivalidad–, la favorita para ese torneo, en su país, ante 27.000 personas entregadas en un estadio de fútbol transformado en pabellón de baloncesto. También me preguntan cuántas veces he visto ese partido, pero sólo he curioseado algún resumen con las mejores jugadas. ¿El motivo? Invariablemente hay un siguiente desafío que preparar.

Siempre he creído que las personas que dejan una ­huella indeleble en la sociedad, sea en el deporte de élite o en otras muchas disciplinas, nunca se rinden, pero ­tampoco se conforman con los éxitos conseguidos, por muchos o importantes que sean. En mi caso, tras disfrutar del título del Eurobasket con mis compañeros de selección, volví a la exigencia de la NBA, donde la temporada no fue tal y como esperaba. Pasé de tocar el cielo en septiembre de 2015 con España –tricampeones de Europa y jugador más valioso (MVP)– a cerrar una desalentadora y decepcionante temporada con los Chicago Bulls en abril de este año, sin conseguir meternos en los play offs. Decía el poeta y escritor Rudyard Kipling que “al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia”.

A pesar de gustarme las palabras de Kipling, creo que la indiferencia total nunca es buena. Si atendemos a algunas de las personas más admiradas de la historia, el mensaje es otro. Thomas Edison dijo que él nunca falló, sólo ­descubrió 10.000 maneras que no funcionaron. Michael Jordan, el ­deportista que más he admirado en mi vida, también afirmó: “He fallado más de 9.000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 partidos. En 26 ocasiones me han confiado el último tiro del encuentro y he errado. No he acertado una y otra vez en mi vida. Y justamente por eso he tenido éxito”.

Tras todos estos años en lo más alto del baloncesto internacional, creo haber aprendido a gestionar mejor el triunfo y el fracaso. Tanto en el deporte de élite como en las diferentes facetas de la vida, las personas que más gloria consiguen son, sin excepción, aquellas que interpretan los fracasos como oportunidades de aprender y de reinventarse, de levantarse y volverlo a intentar. Las sociedades más avanzadas valoran el trabajo duro, el sacrificio y la capacidad de innovar después de los fracasos por encima de la percepción de infalibilidad.

Lo bueno de mi profesión es que después de acabar un partido, en pocos días, a veces al siguiente, llega una nueva jornada: otra oportunidad para redimir los errores, otro momento para aplicar todo lo que he aprendido. Es un círculo que en 18 años como profesional me podría haber llegado a cansar. Al fin y al cabo es una rutina como otra cualquiera. Pero no, siempre queda otro hito por alcanzar. A los 35 años igual que cuando era niño, la pasión por jugar y por ganar sigue siendo mi motor. Cada día aprecio más lo afortunado que soy de tener el privilegio de amar lo que hago y al mismo tiempo de poder inspirar a otros.

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