Un escudo protector del ciudadano
Un país con una deuda pública excesiva y sin una fiscalización del gasto estricta, autónoma y capaz, no puede aspirar a ser un país con control sobre sus propios recursos y, en consecuencia, soberano
Comisiones delictivas en adjudicaciones de obras públicas, fraudes reiterados en cursos de formación para desempleados; ominosas prejubilaciones con cargo a fondos públicos; pésima gestión en cajas de ahorro. Ilegalidades y trapacerías sin límite, que han supuesto un daño incalculable para millones de contribuyentes y cuyo correlato de beneficio ha ido frecuentemente a parar a los bolsillos de unas cuantas docenas de sinvergüenzas.
Junto a ello, el despilfarro y las inversiones disparatadas: estaciones de AVE sin pasajeros, aeropuertos sin aviones, radiales sin tráfico, hospitales al ralentí, etc. El "delirio”, público y privado, en feliz enunciado de Muñoz Molina.
Todo ello no hubiera sido posible, o al menos hubiera sido más difícil, si los ciudadanos que pagan sus impuestos hubieran contado con un escudo protector, capaz de detectar y contener la corrupción sistémica y el desmadre de la deuda, esto es, si existiera una adecuada investigación y rendición de cuentas, ha faltado “accountability”.
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Porque 'sin información, no hay impuestos' o no debería haberlos. De lo que se trata es de algo tan sencillo como garantizar a los ciudadanos -que pagan sus impuestos- que existen mecanismos para conocer a dónde van a parar los impuestos. La representación y el sufragio son a todas luces insuficientes y deben ir acompañados de información, como paso previo para la rendición de cuentas, “accountability”. Si los contribuyentes pueden estar tranquilos sobre el adecuado destino de los impuestos, se desvanece la impugnación de la legitimidad de éstos y, con ella, la de las potestades de la Administración, que se alimenta de ellos.
En 1921, tras la Primera Guerra Mundial, cuando los gastos bélicos habían desbocado la deuda nacional, el Congreso americano entendió que necesitaba más información y mejor control sobre el gasto. Para conseguirlo se transfirieron funciones de intervención, auditoría y reclamaciones del Departamento del Tesoro a una nueva oficina. Así nació GAO (Government Accountability Office), una agencia independiente del gobierno americano, con cuartel general en Washington, once oficinas en las principales ciudades del país y tres mil empleados, distribuidos en catorce equipos de trabajo.
Su misión: facilitar al Congreso servicios de auditoría, evaluación e investigación sobre cómo gasta el dinero el gobierno federal, mediante una información objetiva, no partidaria, ni ideológica, transparente y equilibrada. Con un objetivo: mejorar el rendimiento y su responsabilidad en beneficio del pueblo americano.
Su actual jefe, Gene Dodaro, 65 años, es a la vez Interventor General de los Estados Unidos y tiene un mandato de 15 años lo que le asegura la continuidad hasta 2025.
Cuidadosa de los valores de responsabilidad, integridad y credibilidad, es la suprema institución auditora del gobierno americano, conocida como "El perro guardián del Congreso” o "El mejor amigo de los contribuyentes", debido a que sus auditorías e investigaciones han servido para descubrir muchos casos de derroche e ineficacia del ejecutivo. Los ejemplos son numerosos: desde la reducción y eliminación de superposiciones y duplicaciones en el gobierno federal, a los "grandes riesgos" que abarcan desde la reducción de pagos indebidos por la seguridad social hasta la mejora de las prácticas económicas del Pentágono.
La agencia vigila si los fondos federales se gastan de forma eficiente y eficaz, investiga las acusaciones de actividades ilegales o impropias, informa en qué medida programas y políticas gubernamentales alcanzan sus objetivos, analiza y plantea opciones para los trámites parlamentarios y facilita decisiones jurídicas, como sucede, por ejemplo, cuando se trata de impugnar adjudicaciones.
Sus informes -por cierto, excelentes- están a disposición de la prensa y el público y sirven, además, para sugerir al Congreso la manera en que el gobierno puede ser más eficiente y eficaz, más ético, equitativo y responsable. Y todo ello, con el propósito, muchas veces logrado, de ahorrar a los contribuyentes miles de millones de dólares.
La independencia de la agencia está a salvo gracias a que sus economistas, contables, analistas, abogados, informáticos y expertos -en campos que van de los asuntos exteriores a la salud- han sido seleccionados exclusivamente por sus conocimientos, competencia y capacidad.
Entre nosotros, el problema es tanto la ausencia de controles como el exceso de controles puramente formales, que consisten en la aplicación de algunos protocolos y se basan en la simple verificación de documentos. Su labor se limita a comprobar que se han cumplido los requisitos formales del procedimiento, sin entrar en el fondo del asunto.
Contamos con una amplia panoplia de supervisores, dispositivos, organismos, funcionarios y normas cuya función parece ser garantizar la “accountabillity”, pero el sistema no funciona, de modo que de lo que se trataría es de llevar a cabo un cambio de mentalidad y de sistema para poder ir al fondo de las cosas. Ahí es donde radica el verdadero problema.
Es sorprendente cómo se ha progresado en la regulación civil en el ámbito del comercio y los negocios y seguimos atrasados en el de la política. A base de discursos enfáticos se elude responder a preguntas y problemas sólo porque el juego de las preguntas y respuestas está dominado por los partidos.
¿Cabe imaginar a un presidente del Ibex censurando preguntas en una presentación de resultados o al presidente de un banco endiñando a sus accionistas un discurso ampuloso sobre los grandes principios de la entidad? Si en el ámbito privado hay controles de eficacia y auditorías de gestión, además de los controles y auditorias de los estados financieros, ¿por qué non se trasladan estos conceptos al ámbito público con la necesaria adaptación?
¿Por qué en la web de Banco de España, a diferencia de lo que ocurre con la de la Reserva Federal y la OCC (Office of the Comptroller of the Currency), no se hacen públicos los resultados de inspecciones de cierta trascendencia?
Nuestra deuda alcanza el cien por cien del producto interior bruto y Bruselas ya ha advertido que el gobierno que salga de las urnas tendrá que recortar diez mil millones de euros. Las reformas no han hecho más que empezar y ya emiten muestras de fatiga, pero el despilfarro y los gastos, bravos, continúan impasibles su camino.
Pagos indebidos o no justificados, gastos duplicados, adjudicaciones injustas... constituyen la muestra elocuente de una cultura del aprovechamiento individual o del clan que se ha enseñoreado de las prácticas del país en todos los ámbitos.
Una agencia estatal para desarrollar esta función sólo sería útil si es un organismo independiente y profesional. Crearla sería una prueba inequívoca de que hay un interés real en la modernización, pero como a nadie se le oculta que crear una agencia de ese tipo comporta el riesgo de superponer una gran estructura burocrática, será difícil que un gobierno se quiera casar con el proyecto. Tal vez habría que comenzar por aplicar el control sólo a grandes proyectos.
Lectores escépticos, no frunzan el ceño, porque no estamos ante un ejercicio de ingenuidad. Más pronto que tarde habrá que poner en marcha una solución similar para domeñar la cabalgada de la deuda y poner fin a la impunidad 'que produce monstruos', porque ambas suponen un riesgo para el sistema.
El 26 de junio cabría plantearse confiar el voto a la formación que se comprometa a impulsar la inmediata aprobación de una ley que cree un órgano -independiente del Ejecutivo y vinculado al Congreso- para auditar, evaluar e investigar cómo se gasta el dinero de los contribuyentes.
Un país con una deuda pública excesiva y sin una fiscalización del gasto estricta, autónoma y capaz, no puede aspirar a ser un país con control sobre sus propios recursos y, en consecuencia, soberano.
Así que, remedando a Luis Rosales -“me he caído tantas veces que el aire es mi maestro”- “accountability”.
Luis Sánchez-Merlo fue secretario general del presidente del Gobierno (1981-1982)
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