‘Easy Rider’, en la telaraña de las causas
La aparición de un toro charolés sobre las tablas del Teatro Real no deja indiferente a nadie
Un toro charolés está trabajando en el Teatro Real. Se llama Easy Rider y le ha tocado hacer de becerro de oro en Moisés y Aarón, la ópera de Arnold Schönberg. La presencia del animal ya desató una intensa polémica en Francia, donde se estrenó el montaje de Romeo Castelucci que ahora llega a Madrid, donde ha sido muy bien recibido. Salvo por un grupo de personas que entiende que Easy Rider sufre un estrés innecesario durante los 15 minutos que está en escena, amén lógicamente de las incomodidades propias de cualquier desplazamiento y de la larga estadía (dos meses) en un lugar que no es el suyo. Han iniciado, pues, una recogida de firmas (tenían hace unos días 48.000) para que se prohiba su intervención en el montaje de la ópera de Schönberg. Consideran también que Easy Rider está sometido a “luces y sonidos intensos” y a un “transporte constante”. Nada han dicho de los efectos de la música de Schönberg: igual Easy Riderdisfruta con las extrañas propuestas del fascinante compositor austriaco.
Los que han firmado la carta deben saber muy bien cómo lo está pasando de mal este toro charolés. Hace ya tiempo era muy habitual el trato entre los hombres y los animales, digamos que prácticamente vivían juntos en el campo. Los chavales les hacían perrerías a las gallinas, a los cerdos o a las ovejas, pongamos por caso, o eso por lo menos es lo que cuentan algunos libros o se puede ver en algunas películas. Porque ya no es corriente tratar con los animales. La gente que vive en Madrid igual no ha visto nunca en su vida un toro charolés. Por lo menos, no tan cerca como puede verlo ahora en el Real. La gente comenta, sorprendida, lo monumentales que son sus testículos.
Lo relevante del asunto, en cualquier caso, es que hay cerca de 50.000 personas que han abrazado una causa, la animalista, que entiende que hay que quitar a Easy Rider del veneno del teatro. Se acabó. Hay una línea muy clara entre lo que es vejatorio y lo que no lo es, entre la crueldad y lo otro (el buen trato), entre lo necesario y lo innecesario. Esto es lo sorprendente de las causas, que establecen con una claridad pasmosa dónde está el bien y dónde está el mal. Por eso proliferan en una sociedad como la nuestra, que está sobre todo repleta de incertidumbres. No hay problema, búsquese una causa. Ahora proliferan por doquier. Y dan mucho juego. Porque las causas tienen eso, que dan respuestas transparentes a asuntos que muchas veces son de naturaleza compleja. Por ejemplo, la creación. Moisés y Aarón está llena de símbolos, es una obra trufada de referencias bíblicas y se sumerge en el endiablado laberinto de la identidad judía. Castelucci ha buscado una manera de contar todo eso. Un lío, una complicación, un desafío incómodo alrededor de un personaje seducido por las ideas y otro que prefiere implicarse en la acción, Moisés y Aarón.
La vida de los animales, esos seres tan próximos, sigue siendo también complicada de entender y difícil de gestionar en un mundo tan voraz como el nuestro. Es un desafío urgente, que queda lamentablemente desdibujado cuando las causas lo llenan todo.
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