Amor animal
Sin ánimo de escandalizar, esta columna se podría titular Sexo y caballos, pero como la sensibilidad hacia los animales es una de las señas de identidad de estos tiempos la titularemos Amor animal. Esta primavera se celebra en La Casa Encendida de Madrid, y en otras instituciones de la capital, el primer congreso de Pensamiento y Acción Animalista, donde se tratará de arte y activismo alrededor de los derechos de los animales. Reconozco mi enorme interés hacia un movimiento que me provoca sentimientos encontrados. En esencia porque me gustan las pieles, comer carne y porque entre mis museos favoritos suelen estar los de Ciencias Naturales. Para espanto de cualquier animalista, uno de los juguetes más importantes de mi infancia fue un leopardo disecado que tenían en su casa unos amigos de mis abuelos.
Sin embargo, los animales también son parte fundamental de mi vida. Por ejemplo, los caballos, que desde niña me han acompañado, en la realidad y en la fantasía. Mi película de caballos favorita es Crin blanca, de Albert Lamorisse, pero también adoro a la híbrida mula Francis y no hablemos de El corcel negro, película que durante unos años vi de forma casi compulsiva. Furia también fue capital en mi desarrollo, aunque no tanto por la mítica serie como por un álbum de cromos que se vendía con los Phoskitos. Años después me emocioné con El hombre que susurraba a los caballos, pero su huella no resultó tan indeleble como la de Zoo, película inclasificable que también se hubiera podido titular El hombre que se tiraba a los caballos. Zoo (de zoofilia) es un documental de 2007 sobre un hecho real: el desgarramiento mortal que sufrió un hombre del estado de Washington tras dejarse sodomizar por un caballo del que estaba (perdidamente) enamorado. El impacto de la noticia fue brutal y su director, Robinson Devor, decidió investigar el fondo de la historia para lanzarse a rodar esta película imposible.
Según un estudio reciente de la publicación científica Biology Letters, los caballos reaccionan ante nuestro estado de ánimo y nuestros gestos faciales. Los equinos domésticos reconocen con la mirada nuestro disgusto o júbilo
Según un estudio reciente de la publicación científica Biology Letters, los caballos reaccionan ante nuestro estado de ánimo y nuestros gestos faciales. De esta manera, los equinos domésticos reconocen con la mirada nuestro disgusto o júbilo. Hasta ahora, sólo se había demostrado esta capacidad de observación y reacción en los perros. La prensa británica, siempre perceptiva a estos asuntos, lo publicó con entusiasmo hace unas semanas. Curiosamente, los mismos medios se hacían eco de la aprobación de una ley en el Estado de Ohio (EE UU) que prohíbe explícitamente algo que en Reino Unido está penalizado con la cárcel: el sexo con animales. Básicamente, para la prensa británica era inexplicable que la cosa no fuese ilegal hace tiempo.
Cuenta la leyenda que Catalina la Grande también falleció desgarrada por su caballo. Una fantasía popular alimentada por los excesos de la Romanov. Admito que en su día fui a ver Zoo movida por el morbo, convencida de que saldría como poco vomitando. Pero no. ¿Recuerdan el número de Cabaret donde Joel Grey se mofa de la pasión de un hombre por una chimpancé? Nunca me hizo gracia, muy al contrario, aún me provoca desazón. Zoo no es Grizzly man, obra maestra de Werner Herzog sobre cómo el amor por los osos del activista Timothy Treadwell recibió por respuesta la incontrolable indiferencia de la naturaleza, pero tampoco es Dolphin lover, en la que el fotógrafo Malcolm Brenner intenta convencernos de que mantuvo un largo idilio consentido con una delfín porque ella le buscó insistentemente las cosquillas. Muy al contrario, Zoo trata de los deseos insoslayables y los amores imposibles. Hombres solitarios y caballos, esos animales demasiado hermosos que según parece leen nuestros gestos y reaccionan misteriosamente ante ellos.
Este artículo está publicado en el número de abril de 2016 de ICON.
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