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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

¿Qué es Nigeria para los nigerianos? Un viaje muy personal para descubrirlo

Niñas en clase durante una visita al campo de desplazados de Malkohi, en Yola (Nigeria), de la embajadora de Naciones Unidas Samantha Power el 22 de abril, 2016. (AP Photo/Andrew Harnik)
Niñas en clase durante una visita al campo de desplazados de Malkohi, en Yola (Nigeria), de la embajadora de Naciones Unidas Samantha Power el 22 de abril, 2016. (AP Photo/Andrew Harnik)

Por Chido Onumah (*)

En un país en el que el valor de la vida humana es menor que el de una mosca en una carnicería; en el que la miseria es una compañera constante y la sinceridad de nuestros políticos y gobernantes es la misma que los proxenetas hacen extensiva a las prostitutas, no está fuera de lugar celebrar cada minuto, cada hora, cada día, cada mes y cada año. Por eso, es normal que la frase “feliz mes nuevo” se haya convertido en la muletilla de principios de cada mes en WhatsApp, Twitter y Facebook para muchos nigerianos. ¡Pero estoy divagando!

Nací hace exactamente cincuenta años (los cumplí el 10 de abril pasado) en un país que tenía, según todos los indicios, posibilidades de convertirse en líder de la raza negra. Esta es mi historia y, en cierto modo, la historia de Nigeria. El año de mi nacimiento, seis años después de la independencia, tuvo lugar el primero de los numerosos golpes de estado, un acontecimiento sangriento -promovido por quienes lo idearon como un intento de redimir el país-, que introduciría a Nigeria en una espiral fuera de control y lo precipitaría hacia una guerra civil.

Aún resuenan en todo el país los ecos de lo sucedido en aquel periodo turbulento. Cincuenta años después, Nigeria continúa siendo un país de sueños incumplidos. Y esos sueños se están secando como uvas bajo el sol, parafraseando a Langston Hughes. Si bien éramos felices cuando conseguimos la independencia en 1960, desgraciadamente no supimos construir una nación a partir de lo que nos dejaron los colonizadores. Si tuviéramos tres países, tal como el expresidente Olusegun Obasanjo mencionó el pasado 15 de enero en un acto celebrado con motivo del 50 aniversario del golpe del 15 de enero de 1966 y el 46 aniversario del fin de la guerra civil el 15 de enero de 1970, hubiéramos dado por hecho que hoy no podemos llevar la cuenta del número de “países” que tiran del corazón y alma de Nigeria.

Resulta irónico pensar que cuanto más antiguo es un país más oportunidades tienen sus ciudadanos de convivir en paz y armonía. Recuerdo con nostalgia la Nigeria en la que crecí y siempre me pregunto qué le sucedió a aquel país. Era la época del auge del petróleo y de la “Armada de cemento”, cuando nuestro principal problema no era el dinero, sino qué hacer con él, tal como el por entonces Jefe de Estado, general Yakubu Gowon, al parecer dijo. Tal vez la prosperidad paliaba nuestras diferencias. Cualesquiera que fueran las razones, la Nigeria en la que crecí, el país de mi infancia, era aquel en el que el concepto de Nigeria lo abarcaba todo. Era un país en el que nuestros gobernantes deberían haber sido tomados como ejemplo, pero estaban muy ocupados contando y embolsándose el dinero porque, “Su nación”, según las palabras eternas de un economista radical, el difunto profesor Eskor Toyo, “es una fuente de aceite mineral y dinero en un territorio llamado Nigeria”. ¡El último pensamiento que tenían en su mente era construir una nación nigeriana!

Crecí en diferentes zonas de Lagos, entre niños y amigos de otras partes de Nigeria, siendo nuestros puntos de encuentro el tenis de mesa y el fútbol en la calle. El pidgin nigeriano era la lengua franca. Y lo hablábamos gustosamente. Era un “delito” hablar una lengua étnica, incluso entre hermanos y amigos. Muchos –como Nathaniel, una estrella de fútbol que padecía una perpetua secreción nasal-, no tenían un nombre étnico, pero nadie adivinaba ni le preocupaba saber su procedencia. Era algo que sencillamente no importaba. Recuerdo que en medio del juego de una partida de fútbol con tres o cuatro amigos, una costumbre esencial en muchas calles de Lagos, nuestros compatriotas musulmanes, Mohammed y su hermano Aminu, ocasionalmente se disculpaban para hacer sus oraciones y, siempre dependiendo del número de jugadores disponibles, parábamos o posponíamos el juego hasta que ellos volvían.

Y entonces, las cosas empezaron a cambiar poco a poco. Como no había nada que anhelar, la generación posterior a la guerra civil siguió el camino de sus antepasados. Me acuerdo de una conversación que tuve hace muchos años con un amigo abogado ghanés en Londres. Cada vez que nos vemos es una oportunidad para analizar minuciosamente los chanchullos de los políticos nigerianos y ghaneses, unos de los más canallas de esa especie humana.

En esa ocasión, mi amigo se preguntaba qué futuro le esperaba a Nigeria teniendo en cuenta la forma en que nos tratamos unos a otros. Durante una visita a Nigeria, se quedó tirado en el aeropuerto internacional Murtala Muhammed de Lagos. En mitad del desconcierto, pudo ver a un grupo de nigerianos desesperados suplicando ayuda a un policía uniformado. Se fijó en una etiqueta que el policía llevaba con su nombre y, basándose en ese detalle, se dirigió a él solicitando una aclaración en el idioma que creía que el policía le entendería. Para su sorpresa, el policía dejó de lado a los nigerianos que estaba atendiendo y se llevó consigo a mi amigo ghanés para solucionar su problema.

People sit atop a train in Agege district in Nigeria's commercial capital Lagos April 12, 2016. REUTERS/Akintunde Akinleye

He contado esta historia solo para explicar un aspecto de la tragedia nigeriana. Estoy convencido de que muchos nigerianos comparten experiencias similares. ¿Qué significa realmente Nigeria para los nigerianos? Tratamos a los extranjeros mejor que a nuestros compatriotas porque comparten nuestra fe o hablamos su idioma. Si acudimos a las numerosas agencias gubernamentales o instituciones académicas de Nigeria, comprobaremos que la lengua franca que utilizan es por lo general la del responsable de la agencia o de la institución. Y los que no entienden o hablan esa lengua, en seguida descubren que son “extranjeros” en su propio país. ¿Cómo podemos construir una nación si desconfiamos unos de los otros y no ponemos a Nigeria en primer lugar?

Es difícil que Nigeria tenga sentido. De vez en cuando me encuentro con nigerianos, algunos muy cultos, que me preguntarán con justa indignación: “¿Por qué todos sus hijos tienen nombres yoruba?” Como si yoruba fuera un lugar extraño y apartado del mundo. Mi respuesta habitual suele ser: “Oh, porque mi esposa es yoruba” ¿Y la contestación? “Eso no es una excusa. ¿De dónde es usted?”. Para aquellos que creo se lo pueden creer, mi respuesta, una respuesta que estoy seguro darían cómicos como Ali Baba, AY, Basketmouth y Klint da Drunk, verdes de envidia, es: “Vine de mi madre. Pero ya nunca he vuelto ahí”.

Como parte de la construcción nacional, tal vez el gobierno podría incentivar a los jóvenes nigerianos que se casan fuera de su zona geopolítica o grupo étnico. Como pueblo, tenemos que desarrollar nuestros valores nacionales, algo que nos vincula y a lo que aspiramos. Podríamos, por ejemplo, poner en marcha un proyecto nacional sobre nombres para animar a los padres a poner a sus hijos al menos un nombre de otro grupo étnico. Dentro de veinte años, puede que no seamos capaces de decir de donde venimos.

En esta ocasión, en este viaje a veces complicado en el que he encontrado a Dios, el socialismo y amor, me acuerdo de mi familia, de mis profesores, mentores, amigos y compañeros. Sin duda alguna, me gustaría encontrarme con todos ellos si pudiera vivir nuevamente mi vida. Han impactado y enriquecido mi vida más allá de toda medida. Algunos me han desafiado; otros me han apoyado de manera inimaginable; otros incluso han tolerado mis “problemas” e inoportunidades con ecuanimidad.

Mi gran gratitud es, desde luego, para mi familia más cercana. Mi atractiva esposa Sola y nuestros adorables hijos: Femi, Mobolaji, Dotun y Moyosore. En ella he encontrado amor y junto con nuestros hijos, una familia por la que daría mi vida. Estas cinco personas son lo mejor que me ha pasado en la vida. Hemos compartido hermosos e inolvidables recuerdos que podrían durar tres vidas más. No podría haber hecho nada de lo que he sido capaz de hacer sin su cariño y comprensión. Sola ha supuesto un apoyo excepcional e inmensurable y ha cuidado de los niños durante mis, a veces, largas ausencias.

Luego está mi padre, Elder E. E. Onumaegbu, que me enseñó principios como el valor, la honradez, la virtud del trabajo duro y el arte de cocinar. Era un hombre feminista aunque esta palabra no hubiera significado mucho para él. En casa obedecíamos una ley no escrita según la cual quien llegara primero prepararía la cena para toda la familia. Como mi padre trabajaba en una agencia gubernamental, eso significaba que en muchas ocasiones –excepto cuando tenía que asistir a reuniones políticas y sociales-, solía llegar a casa antes que el resto y tenía como deber preparar la cena. Y yo, como era el hijo mayor, le ayudaba en la cocina. Aunque no era un ideólogo, mi padre me hizo un regalo inofensivo cuando cumplí catorce años, un volumen de las Obras Completas de Lenin, líder de la revolución bolchevique de Rusia en 1917, que me cambió para siempre y supuso un descubrimiento político e ideológico que definiría mi vida.

Mi madre, mi compañera de cumpleaños, Comfort Adaku, me enseñó el significado de las palabras amor, respeto, humildad y constancia. Incluso cuando ella discutía o tenía desavenencias con otras personas, siempre nos recordaba que esos eran sus problemas y que como niños, teníamos el deber de respetar incluso a aquellos a quienes considerábamos sus “enemigos”. Nunca vi a mi madre enfadarse. Aún lamento la única ocasión que me levantó la voz.

Tenia 17 años, acababa de terminar la enseñanza secundaria y disponía de la libertad que permite el paso de la secundaria a la universidad. Mi padre, que siempre quería nuevas experiencias para mí, me pidió que me fuera a pasar las vacaciones con mis tíos y primos a Owerri, en el estado de Imo. Aquel viaje también me ofreció la oportunidad de visitar a mi abuela materna, Janet Ijeoma Durunna. Era la única, aparte de mis cuatro posibles abuelos que conocí. Era una anciana encantadora y hermosa que disfrutaba contándonos, a sus nietos, historias y recalcando siempre el sentido moral en cada una de ellas.

Acababa de llegar a Owerri cuando me puse enfermo con un agudo dolor de estómago. Mi tita me llevó a una clínica de su familia donde un doctor me diagnosticó apendicitis. Me dijo que tenían que operarme inmediatamente, salvo que también padecía malaria. Eso significaba que tenían que tratarme la malaria antes de pasar por el quirófano. Aquella circunstancia le permitió a mi madre, que no estaba de acuerdo con el viaje, el tiempo suficiente para llegar a Owerri antes de la cirugía. Nunca había visto a mi madre tan nerviosa como cuando se reunió conmigo. Tal vez fue la primera vez que recuerdo haber sido hospitalizado. La clínica estaba parcialmente ocupada así que mi madre se quedaba conmigo después de las horas de visita con el fin de prepararme psicológicamente para la cirugía.

La operación fue bien. Entonces, un día, mientras me estaba recuperando, sucedió algo extraño. Aquella tarde, algunos jóvenes, la mayoría vendedores del principal mercado del centro de Owerri, fueron trasladados a la clínica con heridas de diversa consideración. Más tarde sabría que la causa de sus heridas era un ruido que me despertó unas horas antes de su llegada. El incidente tuvo lugar unas semanas antes de las elecciones más polémicas de la historia de Nigeria, los comicios generales de 1983 que ganaría o robaría (dependiendo de a quien se le preguntara) el tristemente célebre Partido Nacional de Nigeria (NPN en inglés), el precursor del Partido Democrático del Pueblo (PDP en inglés). Rondaba en mi cabeza lo sucedido cuando escuché aquel ruido que temí se tratara de una pelea entre políticos matones. Pero estaba equivocado.

Cuando miré por la ventana de mi habitación, pude ver un helicóptero elevándose hacia el cielo y diminutos pedazos de papel cayendo hacia abajo; y cientos, tal vez miles de personas, siguiendo al helicóptero y corriendo en distintas direcciones intentando coger todos los papeles que podían. Posteriormente sabría que el magnánimo ocupante del helicóptero no era otro que el controvertido político Francis Arthur Nzeribe, que se había presentado para ocupar un asiento en el Senado. Era su particular manera de hacer campaña, rociando a sus votantes con nairas. Nzeribe aparecería en la escena nacional una década después, en 1993, como soldado raso del general Ibrahim Babangida, el autoproclamado genio malvado y uno de los líderes de la Association for Better a Nigeria (ABN), una organización perversa que jugó un importante papel cuando se anularon las elecciones presidenciales el 12 de junio de 1993, cuyo ganador fue M.K.O Abiola.

Dos semanas después de mi hospitalización, me dieron el alta con instrucciones precisas de no hacer ningún trabajo pesado y volver a los pocos días para evaluar el proceso de curación. Ese fue el origen del problema con mi madre. Dos días después de regresar a casa, mis primos, que no me habían visto en años y querían impresionarme, me convencieron para ir con ellos a ver un partido de un campeonato local de fútbol. Decidí acompañarlos sin preocuparme de lo que diría mi madre, en parte porque supuse que estaríamos de vuelta antes del anochecer. Yo no estaba familiarizado con el terreno y desconocía cuan lejos quedaba nuestro destino. Además, en aquellos años no había teléfonos móviles para llamar o escribir un mensaje para decir que estaba bien. Cuando habíamos recorrido los cinco kilómetros de vuelta, ya estaba oscuro como la boca de un lobo y mi madre había salido a buscarme.

Conociendo la relación que teníamos, no me anticipé a su reacción. Cuando nos encontramos, se puso a gritarme preguntándome si quería matarla por haber ido a jugar al fútbol en mi estado. Por primera y única vez en mi vida, me puse impertinente con mi madre. Le contesté que tenía 17 años y que era lo suficiente mayor para cuidarme por mi mismo. Eso la enfureció aún más. Unas horas más tarde, y después de rechazar la cena, le pedí disculpas explicando que solamente había acompañado a mis primos a ver el partido. Me dijo que le habían informado de que había jugado al fútbol y se preguntaba por qué no le había dicho que había sido un mero espectador. Respondí que ella no me había dado la oportunidad de explicarme. Estuvimos de acuerdo en que tan pronto como me sintiera lo suficientemente fuerte para viajar, volveríamos a Lagos.

Conservo grandes recuerdos de Lagos incluso a pesar del caos, el ruido y el intenso tráfico, y en general tengo sentimientos encontrados cada vez que tengo que volver allí. Cuando era adolescente, en ocasiones me saltaba las clases y solía ir al puesto de mi madre cada vez que Abibatu Mogaji, por entonces presidente general de la Association of Nigerian Market Women and Men la citaba para asistir a unas reuniones generales en el centro de Lagos. A modo de curiosidad, yo era el único chico entre las jóvenes adolescentes que también estaban allí para sustituir a sus madres. Cuando era un chaval, insistía en trabajar para tener mi propio dinero. Así que, durante los fines de semana y las vacaciones, animaba a mi madre a que me comprara todo tipo de productos para venderlos a lo “kiri” (palabra yoruba que significa llevar una bandeja llena de productos sobre la cabeza y venderlos en el barrio), que, dependiendo de la temporada, solían ser por lo general frutas. Conseguí suficiente dinero para comprar periódicos y libros. Cuando terminé la escuela secundaria en 1983 y ya era demasiado mayor para llevar “kiri”, mi madre se aseguró de que nunca me faltara una paga. Gran parte de aquel dinero lo utilicé para comprar el periódico The Guardian, que inició su andadura aquel año y cambiaría la trayectoria del periodismo en Nigeria.

Uno de los recuerdos más gratos que tengo de mi madre tuvo lugar en 1995. Después de mi graduación, me trasladé a Lagos a buscar trabajo como periodista. Empecé colaborando en The Punch mientras realizaba el servicio militar y cuando lo finalicé estuve de becario algún tiempo en The Guardian. Luego, en la revista Sentinel, antes de cambiarme a ICNL, la empresa matriz de las revistas News/Tempo, que acababa precisamente de empezar a publicar un periódico de tirada diaria llamado AM News. Aunque lo que de verdad me interesaba era la política, informaba sobre educación. Aquello sucedió en pleno apogeo de la cruel dictadura del general maniaco Sani Abacha.

Había escrito una información sobre unas cuentas secretas en el extranjero del lugarteniente de Abacha, el general Oladipo Diya, mucho antes de que los Papeles de Panamá sacaran a relucir el punto débil del capitalismo global y las actividades financieras ilícitas de las empresas y personalidades importantes de todo el mundo, incluidos funcionarios públicos de Nigeria del pasado y presente como el general retirado Theophilus Danjuma, uno de los cabecillas del segundo golpe militar en Nigeria el 29 de julio de 1966, antiguo Jefe de Estado Mayor y posterior Ministro de Defensa, o el general retirado David Mark, expresidente del Senado, y Bukola Saraki, antiguo gobernador del estado de Kwara y actual presidente del Senado de Nigeria.

Abacha acabaría más tarde peleándose con Diya, conocido como el “general llorica”, tras la publicación de un video en el que se le veía de rodillas, llorando y suplicando clemencia por haber sido acusado de conspirar para derrocar el régimen de Abacha. Pero, antes del juicio por golpe de Estado que condenó a Diya primero a muerte y después a cadena perpetua, la historia de portada de AM News había contado que el general Diya tenía cuentas en el extranjero que habían caído en manos de defraudadores. Abacha estaba horrorizado. Cuando se supo que el saqueo se llevó a cabo bajo su brutal dictadura, se hizo evidente que su reacción tuvo que ver con el hecho de que alguien le estaba golpeando en su propio terreno. Un día después de que mi información fue publicada, y mientras redactaba la del día siguiente, cinco agentes del Servicio de Seguridad del Estado (SSS en inglés) llegaron a la redacción de AM News y me arrestaron. Me llevaron a la sede central del SSS en Shangisha, a las afueras de Lagos, donde permanecí detenido durante ocho días.

Como se informó ampliamente acerca de mi detención, mi padre y mis hermanos querían asegurarse de que mi madre no se enteraba. Solía visitarla una o dos veces por semana, en ocasiones antes del trabajo y otras después, dependiendo de mi horario como periodista. Como los días iban pasando y no había ido a verla, preguntó a mis hermanos si sabían algo de mí. Ellos lograron convencerla de que tenían noticias mías y que había dicho que la visitaría. Al final de la semana, se puso muy nerviosa. Tenía verdaderas razones para estar preocupada. Habíamos tenido conversaciones interminables sobre los peligros de mi trabajo. Abacha había declarado la guerra a los periodistas y a los activistas de los derechos humanos en un intento de legitimar su régimen.

Mujeres refugiadas en el campo de Malkohi, en Yola, Nigeria. (AP Photo/Andrew Harnik)

El día que me soltaron fui inmediatamente a la redacción a informar a mis jefes. Me dieron el día libre así que al momento acudí a ver a mi madre. Me había imaginado las diferentes preguntas y situaciones que se producirían en el momento de nuestro encuentro. Aunque había perdido algunos kilos por no comer la pésima comida que me daban una o dos veces al día en el centro penitenciario, no pensé que mi aspecto desaliñado revelara que había estado detenido. Durante los días que permanecí detenido apenas pude dormir, en parte porque no había cama y además porque mis interrogadores me golpeaban mañana, tarde y noche con el fin de que me retractara y facilitar así mi puesta en libertad.

Cuando me presenté ante ella, mi madre me echó una ojeada tratando de averiguar por qué no había ido a visitarla la semana anterior, diciendo que tenía el aspecto de alguien que había estado en prisión. Sonreí y reconocí de manera jocosa que estaba en lo cierto; que me acababan de poner en libertad. En ese momento sentí una sensación de traición, y que mis hermanos habían conseguido ocultar ante ella mi detención. Entonces, antes de narrar mi experiencia, la felicité por su clarividencia.

Mi madre me ha enseñado muchas lecciones de vida. Si alguna vez he sentido una decepción en mi vida es que ella no vivió lo suficiente para conocer a mi familia: su nuera y sus nietos. Recuerdo las numerosas ocasiones que hablábamos sobre el amor, la familia y las relaciones. Al final de aquellas conversaciones siempre me decía, en un tono de voz que solo una madre que adora a sus hijos usaría, que ella no interferiría en mi matrimonio y que no iría a mi casa a menos que mi esposa y yo la invitáramos expresamente. Sus palabras eran sinceras pero añadía que, conociendo mi disposición, sabía que no podía ganar esa batalla aunque quisiera comportarse como “una suegra del infierno”.

Me acuerdo de mis hermanos, con quienes compartí risas, amor, afecto y muchas travesuras propias de la infancia; de mis mejores amigos de la niñez, Ben Ogazi y Kennedy Etoroma, que fueron una constante fuente de inspiración. Kennedy y yo compartimos más tarde un apartamento en Festac Town después de la graduación. Inicialmente llamada “Festival Town” o “Festac Village”, Festac Town era una magnífica urbanización situada al lado de la autopista Lagos-Badagry que se construyó bajo el régimen de Olusegun Obasanjo para alojar a los participantes de la segunda edición del Festival Mundial del Arte Negro en 1977. Después del festival, las cinco mil viviendas fueron entregadas a los nigerianos que participaron en un sorteo. Tal como mencionó Andrew Apter en The Pan-African Nation: Oil and the Spectacle of Culture in Nigeria, Festac Town “pretendía evocar la época moderna y la promesa de desarrollo económico patrocinado por un estado alimentado por el petróleo”.

Mi instituto estaba justo enfrente de la que es conocida como Segunda Puerta de Festac y mis amigos y yo disfrutábamos cuando íbamos caminando al colegio a causa de la vista panorámica. Algunas veces, de regreso del instituto, nos sentábamos a charlar en los bancos situados en las calles bien pavimentadas rodeadas de hileras de árboles que ofrecían una adecuada protección contra el sol. Cualquiera que quiera comprender la trágica paradoja nigeriana y nuestra habilidad para hacer mal uso de los sistemas y procesos, solo tiene que mirar a Festac Town. Hoy día, menos de cuatro décadas después de su inauguración, lo que otrora fue una urbanización tranquila y pintoresca se ha convertido en un suburbio.

Una de las personas más interesantes que conocí durante mi etapa de estudiante fue la directora del instituto, Bolaji Aduke Awoboh-Pearse. Sra. Pearse, así la llamábamos, era como una segunda madre. Me acogió, a mi y a otros adolescentes inmaduros cuando llegamos en septiembre de 1978 al Instituto Awori Ajeromi, bajo su tutela y mejoró nuestro carácter y aprendizaje. En lugar de darnos un cachete, se ponía a llorar –manifestando de ese modo su decepción-, cada vez que gastábamos una broma merecedora de un castigo, como cuando junto con un grupo de amigos me fui después de clase a nadar a un arroyo.

Recuerdo también a Alfred Poopola Jaiyesimi, que me adoptó como si fuera un hijo y despertó mi interés por la política, la historia y la lucha por la independencia. Y al profesor Lambert Onumaegbu, que representó mi primer encuentro con el intelectualismo. A mi primo, Chief Ibem Onumaegbulam, el hermano mayor que nunca tuve y que me ayudaba en la universidad.

Quiero saludar a mis colegas –dirigentes del Movimiento Progresista de Nigeria (MPN)- de la Universidad de Calabar (UNICAL), donde llegué a dominar el arte de la insurrección y la agitación. Lamentablemente, hasta que no llegué a UNICAL no me di cuenta del papel de la conciencia étnica (incluso entre los intelectuales) a la hora de obstaculizar el sueño nigeriano. Una de las ceremonias de entrada para los nuevos estudiantes, a la que nos suplicaban que nos uniéramos, consistía en entrar, dependiendo de nuestro lugar de procedencia, en una de las muchas “Parapo” o agrupaciones étnicas que había en el campus cuyo único propósito era magnificar nuestras importantes diferencias como nación.

Luchamos numerosas batallas contra el provincianismo. Otras proezas, incluyendo el intento de tomar la estación de radio en Calabar durante el golpe de Orkar el 22 de abril de 1990, podían habernos costado la vida. El “canon del movimiento” y Austin “Canoways” Emakudu reunieron a los “Malabites” (estudiantes de sexo masculino de UNICAL) para rescatarme de las fuerzas reaccionarias que me habían secuestrado una mañana temprano en aquellos días turbulentos. ¿Cómo puedo olvidarme de mi compañero de habitación durante cuatro años, Victor Oruche? Aunque nos conocimos el primer día de clase en UNICAL y teníamos ideas políticas totalmente opuestas, adquirimos un vínculo mayor que el de los hermanos de sangre.

Quiero presentar mis respetos a mi colega Edwin Madunagu que, durante los últimos treinta años y a través de sus escritos e interacciones, me ha facilitado direcciones y respuestas a numerosas cuestiones ideológicas; al lexicógrafo Dapo Olorunyomi, que me ha abierto muchas puertas incluida la que me condujo hasta el periodismo. Recuerdo también a mi colega el profesor Bene Madunagu y sus compañeros de la Academic Staff Union of universities (ASUU), sin cuyo constante apoyo no podría haber obtenido un título en UNICAL.

Mi agradecimiento es asimismo para Kwesi Pratt hijo, panafricanista radical y editor de la revista The Insight de Acra, Ghana, y su esposa Marian Baaba en quien encontré una familia fuera de Nigeria durante los terribles días de la dictadura de Abacha. Y para la profesora Rosaline Okosun, presidenta de la Association Against Women Export (ASWE) que facilitó mi traslado a Canadá y desempeñó el papel de hermana mayor ayudándome a instalarme allí.

El veterano de la Segunda Guerra Mundial Roy Taylor, su mujer Mae, Charlene y Clayton Root y la Iglesia Baptista Westview en London, Ontario, Canadá, actuaron como unos generosos anfitriones cuando llegué a Canadá en el verano de 2000. Igualmente quiero agradecer al profesor Dascha y a Alex Paylor el caluroso recibimiento que me dieron en su familia así como su ayuda hasta mi posgrado. Gracias también al decano de la Facultad de Información y Medios de Comunicación de la Universidad Western en London, Ontario, Canadá, profesor Majunath Pendakur, que creyó en mi y me ofreció una serie de oportunidades para mejorar en mi carrera, así como también al profesor José Manuel Pérez Tornero, Director del departamento de Periodismo y Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, España, quien me animó hace tres años a embarcarme en un grupo de investigación sobre la transición digital de la prensa en Nigeria y Sudáfrica.

Por último, quisiera expresar mi reconocimiento a dos personas, mi colega y amigo Lewis Asubiojo, con quien fundé hace unos años African Centre for Media & Information Literacy (AFRICMIL), y mi amigo y colaborador Godwin Onyeacholem, quien me guio y proporcionó ayuda a la publicación de tres libros en los últimos cinco años.

¡Moyosoreoluwa! Doy gracias a Dios por la vida y su misericordia. Con motivo de la celebración de mi cincuenta cumpleaños, quiero autodedicarme la destrucción de ese sistema, da igual como lo llamen sus explotadores, que busca esclavizar a los trabajadores; y “¡el imperativo categórico para derribar cualquier circunstancia en la que el ser humano es humillado, esclavizado, abandonado y despreciado!”

Me comprometo con Nigeria. Pero no con la Nigeria que es víctima de un estado extremadamente ineficaz. Yo confío en una Nigeria nueva, progresista e igualitaria, en la que los ciudadanos no sean encasillados por su nombre, ni por su lengua, religión e identidad étnica; en la que los ciudadanos se sientan satisfechos sin importar su procedencia; pero sobre todo, creo en una Nigeria en la que cada nigeriano pueda vivir en paz, ir a la escuela, trabajar, formar una familia y postularse a un empleo donde quieran. ¡Creo que esa Nigeria es posible!

conumah@hotmail.com

Twitter: @conumah

(*) Chido Onumah es coordinador de African Centre for Media & Information Literacy (AFRICMIL) y autor de dos libros: Time to Reclaim Nigeria (2011) y Nigeria is Negotiable (2013). Su próximo libro se titula We are all Biafrans: A Participant-Observer’s Interventions in a Country Sleepwalking to Disaster.

Traducción de Virginia Solans

Comentarios

Muy buen artículo, desconocía muchos datos.
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