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Columna
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AYER SUCEDIÓ algo. Cuando fui a buscarte al colegio estabas enfurruñado, o quizá debería decir furioso, pero esperaste a que te preguntara qué te ocurría antes de ponerte a despotricar contra tus compañeros. Se habían pasado el recreo jugando al fútbol y te habían dejado de lado porque tú nunca quieres jugar, no te gusta, hace que te sientas torpe.

No es la primera vez. En realidad, sucede día tras día desde que empezaste a ir al colegio. Sales por la puerta cabizbajo porque en el recreo te has quedado solo. Solo el invierno y la lluvia dan tregua al odio que sientes por el fútbol, y esos días estás radiante, como si, en contra de lo habitual, el mal tiempo fuera un estímulo para ti.

Si se me acabó la paciencia debió de ser por esa repetición continua, por tu enésima explosión de rabia. Fuera cual fuese el motivo, no me puse de tu lado. Te dije: “¿Y no podrías jugar al fútbol tú también, aunque solo sea por una vez? ¿Tanto te cuesta ceder a las convenciones sociales de tus compañeros? ¡Con las ganas que tienes de que te hagan caso!”. No contestaste. Me miraste como si te hubiera traicionado y luego te quedaste rígido en el asiento hasta llegar a casa.

No te escribiría esta carta a mano si no fuera para pedirte perdón. Voy a guardarla junto a los documentos que conservo en el sobre que está en el mueble de la entrada, los documentos que contienen instrucciones para ti y para tu madre en caso de que yo desaparezca más o menos inesperadamente: depósitos bancarios, seguros, un testamento incompleto… Mi padre tenía un sobre parecido para nosotros y nos preguntaba con frecuencia si nos acordábamos de su escondite; a mí aquello me parecía extravagante. Sin embargo, una tarde, antes de subirme a un avión, me entró un ataque de pánico y me di cuenta de que tenía que hacer lo mismo. Tal vez con los años añada a esta otras cartas de disculpa y los remordimientos vayan aumentando el grosor del sobre. Espero que no sean muchas.

Lo que no te dije ayer es que a mí, a tu edad, el fútbol también me apartaba de los demás. No jugaba y punto, pese a las repercusiones y las desagradables sospechas que ello me acarreaba. Crecer en un país latino sin que te guste el fútbol no es ninguna tontería. Quizá te serviría de consuelo oírmelo decir ahora, pero cada vez que se me pasa por la cabeza me callo. Quizá todavía me dé demasiada vergüenza. O tal vez no quiera proporcionarte una coartada cómoda porque aún tengo la esperanza de que selles con tus compañeros un acuerdo mejor del que conseguí yo. Cuando educamos a nuestros hijos hay momentos en los que tenemos la impresión de equivocarnos. No obstante, lamento haber intentado normalizarte según un canon que yo mismo detesto, lamento haberlo hecho ayer y lamento todas las veces que volveré a hacerlo. Porque sucederá de nuevo.

Espero que esta disculpa llegada desde el pasado tenga todavía valor. Es muy probable que ya te hayas olvidado de aquella tarde en el coche. A pesar de todo, es posible que conserves una rabia indefinida hacia tu infancia y hacia mí, y que a eso se sumen todos esos sentimientos encontrados que tenemos con respecto a nuestros primeros años de vida y nuestros padres. Y entonces, al leer estas líneas, pensarás en esa expresión inglesa que tanto me gusta: If I only knew then what I know now. Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora. Bueno, por si sirve de algo, ahora ya lo sabes. Eternamente tuyo, P.

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