Matar a la madre
Una escena de Yo maté a mi madre.
Al acercarse mayo en el calendario siempre recuerdo cuando mi hijo era más pequeño y en el colegio preparaba algún regalo para su madre. Más de una vez he pensado qué haría en tal circunstancia el director de cine Xavier Dolan, del que hace unos días recuperé su primer largometraje. El canadiense, provocador y dotado de una capacidad brutal para no dejar indiferente al espectador, siempre ha estado preocupado por desenmascarar las estructuras más férreas de nuestra sociedad, muy especialmente la familia. Junto a su permanente indagación sobre los múltiples deseos y la diversidad afectivo/sexual, Dolan parece obsesionado por sacar a la luz las sombras de la relación madre-hijo.
Recordemos la madre del transexual enLaurence anyways (2012), la del hijo muerto en Tom en la granja (2013) o la protagonista absoluta deMommy (2014), su última película estrenada en España. En ésta, Dolan se centra en la difícil y apasionada relación entre una madre, Diane, y un hijo adolescente, Steve, hiperactivo y violento. Una relación que parece condenada al fracaso pero que los dos, de distinta manera, intentan salvar del naufragio. Algo en lo que será esencial el papel jugado por una vecina con la que formarán un triángulo peculiar, una familia atípica, una red de afectos y complicidades que poco tiene que ver con las que entendemos "normalizadas". Como también es habitual en el director, las dos mujeres de Mommy son seres con voz propia, hacedoras, luchadoras, protagonistas. Algo poco habitual todavía hoy en un cine dominado por los esquemas patriarcales y en las que ellas suelen ser comparsas, personajes accesorios o víctimas, pero en todo caso carentes de discurso propio.
Como bien nos cuentan los protagonistas en uno de los más hermosos diálogos de la película, Mommy apuesta por la esperanza como elemento definidor del ser humano. Como la clave que nos permite sobrevivir y superar los obstáculos. Y quizás como el factor que con más precisión puede servirnos para definir el vínculo amoroso que se genera entre una madre y un hijo. Un amor que es siempre esperanzado, que confía en que siempre irá a más. "Yo siempre te querré más y tú me irás queriendo menos", sentencia Diane. Ese es sin duda el cordón umbilical que permanece siempre sin cortar, aún en las situaciones más extremas, incluso en las fronteras que hacen imposible la convivencia. Hasta en los sacrificios que una madre como Diane es capaz de hacer por Steve pero también por ella misma.
Hay un evidente hilo de continuidad entre Mommy y su primera película. En Yo maté a mi madre, rodada cuando el director solo tenía 19 años y en la que parece evidente que parte de su propia experiencia, Dolan ya planteaba lo que en Mommy desarrolla con más perfección artística. En ambas se nos plantea una dura reflexión sobre el que sea tal vez el afecto más intenso, complejo y turbio que podemos sentir los humanos: el que se genera entre una madre y su hijo/a. Por más que los hombres que somos padres nos empeñemos en sentir con la misma intensidad ese vínculo, y por mucho que algunos hayamos superado las barreras de una masculinidad que condicionaba negativamente nuestro papel de progenitores, nada es comparable a esa fuerza única, brutal en ocasiones, desgarradora otras, luminosa casi siempre, que se genera entre una mujer y el ser que ha parido. Y no solo porque la naturaleza condicione su posición como ser reproductor, sino sobre todo porque la cultura la ha hecho y la hace responsable de cuidar a sus descendientes, de acompañarlos, de sentir como propios sus fracasos y sus éxitos, de vivir para ellos incluso negándose a sí misma. Porque la maternidad acaba siendo una identidad impuesta a las mujeres y hasta generadora de múltiples sentimientos de culpa.
Por todo ello no es solo una cuestión personal, sino también política, radicalmente política, en cuanto que acaba condicionando el ejercicio mismo de la ciudadanía, la autonomía de las que durante siglos solo pudieron ser madres o putas, y el valor de unos trabajos que todavía hoy carecen del necesario reconocimiento social y económico. La poeta y ensayista Adrienne Rich lo explicó con rotundidad en una conferencia de 1978 titulada Maternidad: la emergencia contemporánea y el salto cuántico: “La maternidad es la gran malla en la cual todas las relaciones humanas están entrelazadas, donde se esconden nuestras suposiciones más elementales sobre el amor y el poder”.
Si desde una perspectiva freudiana parece evidente que los hombres debemos matar al padre para llegar a ser nosotros mismos, no está tan claro si hemos de hacer algo similar con la madre. Si bien a ella no la matamos, sí que tradicionalmente hemos huido de lo que representaba. Es decir, hemos construido nuestra masculinidad negando lo femenino que veíamos inicialmente reflejado en nuestras madres. Esa negación, sin embargo, se ha insertado siempre en una relación paradójica, ya que al mismo tiempo ellas han sido las proveedoras de afectos y cuidados, las encargadas de la intendencia emocional, las que por amor siempre han trabajado y vivido para otros, las que incluso cuando ya nos hemos convertido en adultos han seguido estando ahí para compartir una dimensión afectiva de la que los padres habitualmente han huido. En fin, siempre han sido las generadoras de un perverso cordón umbilical que en muchos casos genera dependencias y amores posesivos, y que con tanta frecuencia es mantenido y engordado por las expectativas de género que hacen de la maternidad un cautiverio.
Por todo ello, la propuesta de un Dolan que escribió el guion cuando solo tenía 16 años, resulta tan subversiva. Porque la pregunta que se plantea es si se puede odiar a una madre, como lo hace Hubert, el protagonista, que se rebela contra unos lazos de sangre que parecen tenerlo prisionero. De ahí que Hubert la niegue, diga en el colegio que su madre ha muerto, cuando realmente ella no ha dejado ni un segundo de cuidarlo y quererlo, mientras que el padre literalmente salió huyendo de una responsabilidad que no estaba hecha para él. Tal vez su madre no lo haya querido y cuidado de manera correcta, o tal y como él esperaba que lo hiciera.
Pero, ¿cómo se mide la corrección, la justeza, en un afecto que se supone incondicional y para el que solo nos educa un orden cultural/económico que nos exige cumplir un determinado rol? Xavier Dolan, que también interpreta al quinceañero de la película, le planta cara al mandamiento “honrarás a tu padre y a tu madre”, y busca cobijo en otras mujeres -la profesora, la madre de su novio- a las que sí entiende capaces de mantener con él unos vínculos emocionales estables. Todo ello mientras que vemos cómo vive su identidad sexual sin aparentes problemas pero, eso sí, oculta para una madre contra la que se rebela.
Una escena de Yo maté a mi madre.
En un día como el de hoy, elegido por los señores del mercado como pretexto ideal para transformar los afectos en objeto de compraventa, resultaría más que provocador organizar un maratón de películas de Dolan, terminando justamente con la primera. Sería el mejor antídoto para frenar los excesos complacientes de una alianza, la del neoliberalismo y el patriarcado, que parece tan interesada en mantener a las mujeres en los espacios tradicionales de los que nunca debieron salir. De ahí no solo la exaltación creciente del “princesismo” y la sorprendente, a mi parecer, reivindicación de la maternidad que determinados grupos de mujeres están convirtiendo en una especia de cruzada que parece devolverlas a la Naturaleza mientras que nosotros seguimos dominando en la Cultura. De esta manera las asimetrías del sistema sexo/género continúan imbatibles. Gracias a que situamos a las mujeres en la terrible encrucijada de convertirlas en superwomen o bien reconducirlas al papel del que según algunos nunca debieron salir. La elección ya no es tanto entre ser una puta o una madre sino más bien entre ser una heroína jodida o un fiel reflejo de la María sumisa.
Yo maté a mi madre, que es una película excesiva, desgarradora a ratos, bellísima otros, nos plantea preguntas de las que huimos habitualmente. Las que ponen en duda el valor sagrado de los vínculos de sangre, las que cuestionan un orden familiar -y el Derecho que lo regula– basado en la pura y dura naturaleza, las que se sitúan en la autonomía como eje central de nuestra definición como seres humanos, las que desestabilizan unas estructuras que son radicalmente políticas por más que se asienten en lo privado. Todo ello es singularmente incómodo para aquellos, y aquellas, que siguen empeñados/as en mantener la artificialidad de unos pactos que, en definitiva, acaban condicionando los afectos y los deseos. Unos pactos que, además, condenan a las mujeres al drama que supone responder a unas expectativas de género que el mercado y la política santifican, o bien renunciar a ellas arrastrando la culpa y el peso de unas miradas que las siguen considerando traidoras. Algo que empezaría a cambiar si entendiéramos que la maternidad, y la paternidad, son opciones, ejercicio de voluntad autónoma, y no directrices de un contrato ni mucho menos de una subjetividad impuesta. Y por supuesto que de ninguna manera sirven para definir en positivo la identidad, especialmente de ellas, que todavía parecen condenadas a ser esclavas de la Naturaleza y no dueñas de su destino.
Tal vez de esa manera no habría ni que matar al padre ni a la madre y serían posible unos vínculos de afectos y cuidados más cercanos al corazón y no tan condicionados por un orden hecho a imagen y semejanza del padre y a costa, claro, del sacrificio y entrega de la madre. Solo sería necesario pues “matar” la maternidad entendida como una cadena para las mujeres y concebida no tanto como la expresión de un derecho individual sino como una carga impuesta por las necesidades reproductivas de la especie. Por eso en este primer domingo del mes de mayo, insisto, no habría mejor regalo para ellas y para nosotros que un lote de películas de Dolan y un espejo en el que mirarnos. Sería un primer paso para luchar contra el “eterno femenino” que, como bien ha explicado Celia Amorós, es tan necesario para mantener los privilegios que convierten al hombre en patriarca. Solo desde esa lucha, me temo, será posible mantener, como bien advirtió la Rich, “la esperanza luminosa de que mujeres y hombres podamos experimentar un día formas de amor, de paternidad y maternidad, de comunidad e identidad que no estén basadas en mentiras, secretos y silencios”.
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