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Columna
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El remordimiento no está de moda

Rosa Montero

MARIO Conde siempre me cayó fatal, sobre todo en su momento de máxima gloria. Con su cabello untado y ese perfil despótico de emperador romano a punto de ordenar crucificar a unos cuantos desgraciados, me parecía el perfecto ejemplo de todo lo que yo odiaba: la ambición personal sin límites, la egolatría, la ferocidad social y económica. Ahora veo que me quedé corta en mis recelos.

Sin embargo, cuando salió de la cárcel, tras haberse pasado 11 largos años en el talego, parecía otro. Su mujer acababa de morir en 2007 a causa de un cáncer y a Conde se le veía delgadísimo, envejecido y macilento. Por entonces dio algunas entrevistas que debo reconocer que me conmovieron. Se expresaba muy bien, tonto nunca ha sido, y había algo en él del hombre que ha caminado hasta los confines de sí mismo. Era una persona que parecía veraz, sencilla, quizá sabia. Claro que arrastraba detrás de él la sombra inquietante de los millones desaparecidos de Banesto, pero incluso sentías cierta tentación de creerle. Recordemos que Conde siempre se declaró inocente.

Pocos años más tarde me contaron que ese tono humilde se le había evaporado rápidamente y que había vuelto a subirse a la cuadriga imperial. Pero, aun así, yo no estaba preparada para esto. Para la fenomenal (presunta) caradura de su reciente escándalo. Para enterarme ahora de que lo acusan de ir repatriando poco a poco, desde 1999, 13 millones de euros que se supone que birló de Banesto. De manera que, mientras hacía aquellas entrevistas con el alma rajada, tan sinceras en apariencia, seguía (presuntamente) trajinando cochinadas bajo cuerda.

Y lo peor es que, aunque Conde fuera culpable de todo lo que le imputan, aun así pienso que, cuando hacía esos alegatos de honestidad hace años, al menos una parte de él se lo creía. Este fenómeno alucinatorio de autoengaño es lo que más me espanta, y me temo que es algo muy común. Lo he visto una y otra vez en bandidos, en malvados, incluso en asesinos. “¡Soy incapaz de matar a una mosca!”, me dijo en la cárcel, con gesto de genuina estupefacción, Carlos García Juliá, uno de los ejecutores materiales de la matanza de Atocha, en la que murieron cinco personas. Nadie quiere verse a sí mismo como un miserable. Por eso, cuanto más míseros son en la realidad, más mienten, más se falsean.

Hay una serie de televisión, House of Cards, que habla de todo esto de manera magnífica. Cuenta la historia de Frank Underwood, un amoral político demócrata que llega a convertirse en presidente de Estados Unidos. La serie es Shakespeare puro, en realidad es Macbeth, con Underwood y su pérfida esposa representando al barón de Cawdor y a Lady Macbeth. La ambición de la pareja es como la lava: abrasa y derrite cuanto toca y no para nunca de avanzar, caiga quien caiga. De hecho, en su afán de alcanzar la Casa Blanca, Underwood ha llegado (por dos veces) al asesinato. Pero, una vez instalado en el Despacho Oval, el tipo inventa compasivos planes sociales de empleo, en primer lugar para mantenerse en el poder, pero también para pasar a la historia con una luz favorable. Pese a todo su cinismo y su pragmatismo, se gusta mucho a sí mismo. Ahora que lo pienso, me temo que Shakespeare era demasiado optimista en su visión del ser humano; Macbeth está perseguido por los fantasmas ensangrentados de sus muertos, Lady Macbeth acaba por suicidarse… Tienen remordimientos. Los criminales de hoy, en cambio, disfrutan sin complejos de su maldad y se regodean plácidamente en sus vidas negras.

La ausencia de culpa, eso es lo más aterrador, lo más patológico. Eso es lo que hace que House of Cards sea espeluznante. El remordimiento no está de moda, desde luego, y por eso pasa lo que pasa, desde los papeles de Panamá hasta todas las demás tropelías de los facinerosos. Nadie se siente ni una pizca mal, nadie se hace responsable de sus propios desmanes, nadie se avergüenza. La única norma que parece seguir en pie en esta sociedad es la de acaparar lo más posible en el menor tiempo. Y total, ¿para qué? ¿Para ser los más ricos del cementerio? El poder (y el dinero es poder) es una droga y la vida humana es un delirio.

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